
Hay recuerdos con sonidos, colores, olores, que siempre saben dulce y casi se pueden tocar. Uno de ellos es este recuerdo de mi infancia. Tenía que escribirlo, era una necesidad.
La estación respira hondo
el andén vibra conmigo, con el paso del viajero,
con mi pulso enloquecido por el anhelo infantil
de pasar la noche en vilo pegado a la ventanilla,
velando pueblos dormidos. Mi padre va sonriendo,
infalible y divertido, sosteniendo los billetes,
y mi mano de chiquillo que se revuelve impaciente
por iniciar el camino, por subir al tren expreso,
por viajar al paraíso. Y la estación que palpita
emanando peregrinos que se cruzan sin mirarse
con otros recién venidos, mientras acarrean maletas
furgones enfurecidos resonando su bocina
para alejar al gentío. Bajo la alta marquesina
las nubes se han guarecido ataviadas con el luto
del humo grave y plomizo que viejas locomotoras
escupen entre bramidos anunciando su partida
como pidiendo permiso. El vestíbulo, una jungla,
el andén, un desatino, y de la cantina llega
un barullo de sonidos, cucharillas contra vasos,
risas, murmullos y gritos, huele a aceite y a café,
a retraso y a descuido. Anuncia por fin la vía
un metálico gruñido reverberante y sublime,
entre exigente y urgido, y cargamos con los bultos,
la maleta y los abrigos, porque la noche es muy larga,
es de largo recorrido. Triste es el andén nocturno,
lienzo de amor compungido, donde se zurcen perdones
y se remiendan cariños, alfayate del adiós
que descose los destinos para hilvanarlos de nuevo
a otro querer fugitivo. Vamos pasando revista
a los vagones tranquilos hasta encontrar nuestro coche,
y pongo el pie en el estribo tratando de retenerlo
como al fugaz espejismo, que no te vayas sin mí,
que yo me quiero ir contigo. Si de día parece verde,
de noche es gris mortecino el color de sus vagones,
el chirriar de sus postigos, y las fotos de ciudades,
de pueblos desconocidos, separando los asientos
de maleteros vacíos. La primera sacudida,
un envite al equilibrio, un órdago a la certeza
que estremece mis sentidos y me recorre la nuca
un cosquilleo exquisito, al iniciarse la marcha,
al emprender el camino. Vuelo hasta la ventanilla
para ejercer de testigo del aletear de manos
entre alegre y afligido, de la estación que se aleja
con paso lento, indeciso, como la paciente madre
que ve marchar a su hijo. Logro bajar la ventana
y me embiste un torbellino al encaramar mi cuerpo
y sentir el viento frío mientras la ciudad se arropa
en su resplandor castizo, menguando en el horizonte
como un lucero marchito. La oscuridad que se cierne
sobre todo cuanto miro, y vuelvo con mi familia
a morder el bocadillo, y me levanto de nuevo,
y me siento, y me encamino a la puerta corredera
para volver al pasillo. El sueño me está buscando
porque me quiere dormido, y yo trato de esquivarle,
lucho, combato, resisto, hasta que Morfeo me encuentra
y me entrego a él, rendido, acunado por el tren,
zarandeado con mimo. El estridente silencio
me hace despertar de un brinco, en la primera parada,
en un pueblo pequeñito. — Vuelve a dormirte, mi vida,
duérmete otra vez, cariño— dice mi madre en susurros,
dice mi padre, bajito. Mis breves y dulces sueños
se frenan en un respingo al detenerse mi cuna
en los andenes fingidos desde donde nos observan
los centenarios olivos iluminados de estrellas
como viajeros perdidos. — Duérmete otra vez, pequeño,
duérmete de nuevo, hijo, déjale sitio a tu hermano
y tápate, que hace frío— dice despacio mi padre
mientras me hago un ovillo bajo su eterna chaqueta
de color marrón cobrizo. Con un nuevo sobresalto
otra vez me despabilo,
porque nos hemos parado, y me asomo con sigilo
a la radiante ventana que ilumina con su brillo
mi volátil dormitar, mi reposo adormecido.
Una estación diferente,
tiene nombre y apellido,
un andén ajetreado, un edificio sencillo,
alguien vende agüita fresca y helados a voz en grito,
sin advertir que es invierno y que son las tres y pico.
Qué larga es esta parada,
ya se marchó el tren vecino,
las puertas se van cerrando, y se escuchan los crujidos
de pasos que van y vienen a lo largo del pasillo
hasta atinar con su asiento tratando de no hacer ruido.
Al arrullo del viaje
el sueño ya me h vencido,
y me envuelve entre las nubes de mis anhelos cautivos,
desdeñando mis temores, abrazando mis caprichos,
sobre las perennes vías de mi hermoso tren tardío.
El último despertar,
un recuerdo sin olvido:
entran los rayos de sol inundando de amarillo
la sonrisa de mi padre, su aire sereno y sencillo,
su voz festiva y templada, — Ya estamos llegando, hijo.
Juan Moyano Tórtola, mayo de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario