"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 31 de diciembre de 2010

MEMORIA DE UNA ENTRADA


Recuerdos y sueños, memoria e ilusiones se diluyen a
veces sin dar opción a
distinguir dónde empieza la realidad y dónde la
fantasía.


Mi padre subía las escaleras con parsimonia mientras mis cuatro años tiraban de su mano con premura, ajeno a esa sonrisa guasona dibujada en su cara. Los tirones se hacían más tenaces, pero de nada servían, su paso se retardaba. El último peldaño del vomitorio se me hacía tan largo como para el Apolo el vuelo a la Luna ese mismo año.

Debió percibir entonces que mi prisa se tornaba en angustia, porque suavizó su resistencia hasta verme encumbrar la escalera. Ahora lucía una sonrisa tan desmedida como mi asombro. Perplejo por la luminosidad del césped, subí la grada sin perder de vista el colosal espectáculo de aquella noche. No era mi primera visita al estadio, pero siempre habíamos ido en pleno día, con el sol y mi padre empeñados, uno en incordiar por el suroeste, y el otro en colocarme la visera de cartón.

Esta vez todo era distinto. Los focos no deslumbraban, el color de las banderas era más limpio, la hierba casi podía olerse, incluso juraría que entonces descubrí que en las gradas de enfrente estaba el palco, oculto entre sombras en las tardes de abril y nítido esa noche de diciembre.

El tiempo fue envolviendo en su maraña de desmemoria detalles como cuál era el equipo visitante o con qué resultado acabó el partido, pero no pudo con mi emparedado, que por obra y gracia de la mantequilla hube de comer extracorpóreo, con el jamón serrano fuera del pan de molde; tampoco logró encubrir la bufanda, de suaves flecos bicolores a ambos extremos, que mi padre me restregaba por la nuca cuando me veía perder la noción del partido, quizá porque él también la perdía; y nunca olvidaré su semblante risueño, gozoso, cogiendo mi mano en el punto perfecto de presión: ni con fuerza, ni lacia, sino con la firmeza justa, la que desprende cariño y seguridad.

Diez años después regresé a aquel estadio. Durante ese tiempo viví con mi padre muchas tardes y noches de fútbol en las que canté goles, mecí banderas, merendé en los descansos —“Mamá, por favor, el jamón serrano en pan de barra”—, intenté silbar a los árbitros y me puse de pie sobre el frío cemento de la grada mientras a mi alrededor se escuchaban las maldiciones más horrendas por un penalti sisado. Vi jugar a Quini, a Luis, a Cruyff, a Gárate, a Pirri, al Castellón, al Elche, al Barça, al Celtic, y desvariar a Guruceta, pero de todo eso no me queda constancia, es como si mi padre hubiese arramplado con todos aquellos recuerdos cuando nos abandonó a este mundo y a mí.

Es una sensación peculiar, porque atesoro recuerdos tan vívidos como el despiadado olor de puros, humeantes de sufrimiento; las noches de bufanda enroscada y tortilla francesa tibia entre pan blandengue; la grada oculta bajo un tapiz de cáscaras de pipa y los labios salados e insensibles; el gesto ceñudo de mi padre atento a la jugada, recordando entre dientes a los familiares directos de nuestro delantero por errar el disparo; el terreno de juego convertido en un florido jardín de almohadillas; la salida del estadio con paso corto y cauto, unas veces llevados por el entusiasmo de la victoria, otras mordiendo silencios hasta digerir el marcador, mientras yo aferraba con más fuerza la mano de mi padre al adentrarnos en la penumbra de vomitorios y pasillos rebosantes de almas derrotadas.

Más de diez años después, me vi solo en el estadio. En ese tiempo mi vida había cambiado tanto como yo mismo, todo un adolescente salpicado de acné y miedos, en guerra conmigo y con el mundo.

Era una tarde de primavera tardía y el sol quiso hacerse el importante brindándonos su más ardiente abrazo. Sudando, alcancé la grada bien sujeto a una botella de agua fresca y a mi entrada. La había sacado el día antes, tras media hora de fila contando con disimulo una y otra vez el dinero que guardaba en el bolsillo del pantalón, sin sacarlo, tratando de reconocer la cara del rey con la yema de los dedos. Mientras aguardaba el turno, varias dudas irrumpieron con violencia en mi cabeza y arremetieron contra mi propósito de ver aquel partido: ¿Por qué estaba allí? ¿Cuánto tendría que ahorrar para reunir otra vez tanto dinero? ¿Qué buscaba? Apuntalaba mi determinación cuando me di de bruces con la taquilla. Pedí la entrada y reconté el dinero. Era la primera vez en mi vida que pagaba por ir al fútbol.

Crucé la puerta de acceso entre empujones, rodeado de cientos de personas, pero me encontraba solo. Busqué asiento sorteando rodillas, entre resoplidos y briosos abanicos, con el mismo sol de la infancia afanado en derretirnos a todos.

Guardé la entrada en el bolsillo de atrás del vaquero y me senté sobre la grada de cemento que calcinaba algo más que mi memoria. No podía permitirme otra botella de agua, de modo que traté de racionarla.

El partido ya estaba en danza, con los jugadores sopesando las ganas de correr de los contrarios. Juraría que mi equipo se empeñaba en cargar el juego por la banda derecha, la que da al sur, poseedora de una creciente sombra gentileza del graderío de enfrente. Creo que parecían confiados, con demasiado toque en el centro del campo, esperando al valiente que se desmarcase para despacharle un balón de largo recorrido que las más de las veces se iba derechito fuera. Creo, porque no estoy seguro, no me fijé demasiado. Tres a uno. Final.
Esa tarde no vi el partido, sólo reposé mi adolescencia al sol mientras merodeaba por esa infancia que un año atrás había dejado encerrada en la habitación de un hospital.

Permanecí allí sentado, con las piernas encogidas para permitir el paso de los gozosos aficionados que no sé si disfrutaban más del resultado o de la expectativa que la sombra de los vomitorios les ofrecía.

Debió transcurrir un buen rato hasta que me levanté. Tenía las piernas dormidas, de modo que permanecí en pie un momento para luego dirigirme a la salida. Los pasillos estaban vacíos, todo el ruido y la alegría se derramaba por las calles en charcos de colores y sonidos estrepitosos. Como un náufrago rodeando su isla, deambulé por los pasillos, por el esqueleto del estadio, sin ser consciente de ello. Volví a salir, o a entrar, hacia el graderío, donde el silencio lo envolvía todo Proseguí en mi papel de Robinson paseando melancolías entre el cemento. Fue entonces cuando le vi, con su caminar parsimonioso, las manos entrelazadas en la espalda, mirándome del mismo modo que lo hacía antes, cuando vivía.

Aquel día de junio, aquella calurosa tarde de domingo, caminé junto a mi padre, pude verle con tanta nitidez que me fue imposible sentir miedo. De haber sido una presencia lejana, espectral, impávida, mis venas habrían pasado a contener granizado de cero negativo, pues siempre fui un perfecto miedoso, un cagueta de libro que dormía con la cabeza bajo las sábanas y encendía cada luz de la casa a mi paso, creo que tras ver al Conde Drácula recibir un estacazo en blanco y negro en pleno corazón. No, mi padre no se presentó en actitud fantasmal. Sonriendo, nos acompañó a mí y mi perplejidad por el graderío y me habló con esa cachaza andaluza que siempre le dio un aire tan formal.

— Ese agua tiene que estar ya caliente —dijo señalando la botella que aún sostenía en mi mano.

— Ya.

Nos mirábamos con curiosidad: él buscaba al preadolescente timorato que hablaba en susurros y a quien tenía que echar de casa para que jugase con otros chavales, mientras yo me pellizcaba las cutículas con desazón a la espera de un despertar sobresaltado, sin poder apartar la vista de esa media sonrisa de mi padre, la de la placidez de las tardes de domingo sin salir de casa, la de llegar del trabajo, la que me habría gustado ver cada día de mi infancia, la que esperaba encontrarme una noche de hacía ya trece meses al levantar el médico la sábana con la que le cubrieron cuando dejó de respirar, en aquella inhóspita y gélida sala tras cuya puerta, velando al cadáver de mi padre, dejé la niñez y la memoria.

Quizá por eso me miraba expectante, intrigado por saber de dónde había sacado el arrojo de ir al fútbol, de ir a algún sitio yo solo. Transmitía serenidad y respeto, como cuando su carácter solemnemente socarrón lograba subyugar al genio escondido en su interior, ese dragón blasfemo que bramaba al extraviar la paciencia. No parecía escudriñar mis pensamientos, ni mi postura, ni mi gesto, lo que me resultaba reconfortante. Más bien trataba de decirme algo, puede que cariñoso, y por eso le costó tanto arrancarse.

— Estás muy bien.

Hilvanó las palabras con parsimonia, con su mirada a la altura de la mía, perspectiva que nunca antes tuve frente a él.

— Pues no lo estoy.

Era estúpido mentirle si hacía caso de la creencia de mi abuela, según la cual los difuntos estaban al tanto de todo, así que ignoré a esa enfermiza prudencia que aún me persigue y le arrojé un afligido reproche.

— No, no estoy nada bien. Vivo muy lejos de casa, de mis amigos, encerrado, sin ganas de nada.

— Volviendo al pasado no estarás mejor —dijo mi padre sin perder la leve sonrisa. Maceré esa idea por un momento, como hacemos los inseguros con cualquier planteamiento diferente al nuestro. Después, sin darme cuenta, sucumbí a su tono sosegado, imitándole, igual que de pequeño.

— Sólo quería recordar cómo era ser niño y pensé que éste sería un buen sitio.

— Claro, pero has tenido que pagar tu entrada. De niño no tenías que hacerlo, para eso estaba yo. Ahora ya caminas sin darme la mano. La vida te está haciendo pagar un precio, pero veo que tienes suelto para darle lo que te pida.

— Yo… —claudiqué— lo que en realidad quería es que me perdonaras.

— No, hijo. Has venido para perdonarme a mí.

A través de las lágrimas, inoportunas como siempre, distinguí algo más que el regalo de su sonrisa, esa sonrisa alivio de mi carga de porteador de culpas. Percibí en sus ojos algo especial que no sabría definir, delicioso y limpio. Entonces recordé haber visto esa mirada sonriente la mañana en que logré rodar la bicicleta unos diez metros sin rebanarme las costras de las rodillas. También muchos viernes, al entrar en casa y entregarle los resguardos de las quinielas y las vueltas del dinero que me había dado para echarlas; o al final de una evaluación de buenas notas. La pude ver cuando mis silencios permitían al dragón entrar en un apaciguador letargo. No me atrevo a asegurarlo, pero creo que su mirada reflejaba esperanza. Esperanza en mí.

Quería abrazarle, que me raspase la cara de nuevo al darle un beso, volver a sentir su mano endurecida de berbiquíes, formones y garlopas, jugar con él a la escoba, escuchar su risa ahogada y sus zapatos frotando el felpudo de la entrada. Quería decirle todo lo que las prisas de la muerte no me dieron ocasión de decir. Quería perdonarle.

Lloré sin contención y sin pudor, dejándome arropar por el desconsuelo. De pronto, una voz estridente me hizo girar la cabeza.

— ¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí?

El de la gorra me observaba levantando ambos brazos como un águila cabreada. Me volví hacia mi padre, pero ya no estaba. Lo busqué con la mirada y no lo encontré.

— ¿Qué pasa, que no me oyes? —gritó de nuevo— Anda, ven aquí de una vez.

Volví a girarme en busca de mi padre. No había rastro. Maldije a ese cretino esmirriado con la gorra hasta las cejas que había roto mi llanto y alejado a mi padre. Caminé hasta el portero, mirando hacia atrás a cada paso.

— Ya eres mayorcito para llorar, ¿no te parece?

Sin contestar, le seguí por pasillos y escaleras hasta un amplio espacio lleno de coches limpios y caros. Un grupo sonriente charlaba con un hombre rubio, de pelo largo y rizado, que firmaba papeles sin parar junto a un deportivo rojo.

— ¿Y tu entrada? —me dijo el portero de la gorra.

— Aquí —dije mientras la sacaba del bolsillo trasero del pantalón.

— Pues, hala, aprovecha y que te la firmen antes de que se vayan todos —dijo palmeando mientras se alejaba.

Durante un rato miré la entrada en mi mano. Mustia por el calor, colgaba sin vida. Se desharía en hebras al primer intento de ser firmada y yo quería conservarla como recuerdo, como símbolo de algo que mi padre me había tratado de explicar a su manera. Aún saboreaba el regusto la conversación con él y no quería perderlo, no quería empañarlo hablando con nadie.

Encaminé mis pasos hacia el portón por el que se disponía a salir uno de los jugadores en su coche. Todavía con la entrada en la mano, me crucé con un trajeado, famoso y risueño jugador de mi equipo que llevaba una bolsa de deporte colgada del hombro. Antes de que pudiese reaccionar, cogió mi entrada mientras en la otra mano sostenía un bolígrafo dorado. De puro ajada, la entrada se partió en dos, cada uno nos quedamos sujetando un trozo de papel marchito. Reía la gracia el centrocampista del boli de oro cuando le pegué un tirón del trozo que él sujetaba.

Le miré furioso por haberla roto y me salió una palabra, sin pensar.

— Gilipollas.

Salí a la calle, a la luz, al aire, porque me estaba ahogando.

Puse los dos pedazos de la entrada juntos y los sujeté con fuerza mientras me secaba las lágrimas con los nudillos, camino de vuelta a casa.

Todo esto sucedió un caluroso día de junio, a punto de finalizar la liga. Fue el día que perdoné a mi padre.

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