Cada mañana, la tenue lámpara de la oficina iluminaba la misma escena: cuando el péndulo del reloj lograba situar las agujas en las ocho en punto, Sánchez abría la chirriante puerta, caminaba hacia su mesa con el periódico enrollado bajo el brazo y miraba a su madrugador compañero.
— Buenos días.
Serrano ya estaba sentado en su sitio con los brazos extendidos sobre la mesa. La mirada al frente, perdida en algún rincón del universo que nadie más podía ver.
Cuando la aguja grande empezaba a deprimirse, cayendo con el peso de los minutos, la mente de Serrano recuperaba la sincronía con el cuerpo y surgía de entre las rendijas de los medicamentos.
— Buenos días.
El tictac, el roce de las páginas del Marca o aquellos buenos días tardíos eran sonidos imperceptibles para Sánchez, condenado a los sesenta años largos a una sordera cada vez más irritante.
Serrano estampaba sellos a un ritmo constante en el borde inferior derecho de los documentos que se apilaban sobre la mesa.
MARTÍN SERRANO
A ratos bajaba de intensidad en la faena hasta detenerse, soltaba el sello sobre la mesa y levantaba la mirada hacia ninguna parte. Así podía permanecer varios minutos. A veces, hasta horas. Cuando se hallaba en ese trance nadie se aventuraba a traerle de vuelta al mundo desde que, antes de ser deportado, el sevillano chistoso hiciese la gracia de palmear con fuerza en la mesa de Serrano para “devolverle el ánimo”. Alrededor de quince días lució en la mano un negruzco hematoma donde pudo llegar a leerse con claridad: DOCUMENTO ORIGINAL.
Antes de caer enfermo, el trabajo de Serrano era más ameno. Su pinta de levantador de piedras desentonaba con una suave voz de pulcro lenguaje. Muy rara vez se le veía enfadado, tenía el don de la paciencia y no la perdía con facilidad. Parecía la antítesis de aquellos otros estirados habitantes del edificio, de cuellos encorbatados y caras de vinagre. Contrastaban Serrano —hechuras de estibador bilbaíno y trato siempre amable— con aquellos maniquíes de fingida cortesía.
La señora de Serrano, Modesta de bautismo y condición, trajo al mundo dos niñas que se llevaron un año y un día, como si de una condena se tratase. Y así lo padeció el padre al descubrir en el nido que a primeros de enero por su ventana entrarían “Nancys” en lugar “Madelmanes”.
Cuando nació Elena lloró amargamente, aunque su llanto duró el tiempo exacto que transcurre desde la visión de los patucos rosas al roce de la piel de aquella mocosa que se acurrucaba entre sus velludos brazos. El disgusto con Irene fue peor, de unos cinco minutos, lo que tardó la enfermera en cederle una mata de pelo que sólo dejó de berrear al sentirse mecida.
Mientras las niñas crecían y la letra del piso menguaba, transcurrieron años de rutinas, carentes de sobresaltos. Casi podría decirse que llevaban una vida apacible.
Poco a poco, Serrano comenzó a perder el interés en el trabajo y la ilusión por pequeñas cosas que antes le hacían disfrutar. Se sentía desganado, manejado, inferior a todo el mundo. Comenzó a evitar a personas y hábitos, incluso las tertulias de los lunes sobre fútbol. Se volvía irascible y apenas guardaba unas migajas de la paciencia que antes derrochaba. Apático, mustio, ya no contaba chistes y pasó las navidades huidizo del mundo, con arrebatos de glotonería, desgana y fastidio.
Una mañana no quiso levantarse. Todo le daba igual.
Estuvo unas cuantas semanas sin hablar con nadie. Transcurrieron meses muy duros a base de silencios inhumanos y escasos avances. Sólo el tiempo, la entereza de su mujer y las cápsulas azules le llevaron a verse en la planta baja del ministerio, con la ficha de cartón en la mano, listo para marcar la hora de su vuelta al trabajo.
Quién sabe, puede que aislarse de todo en su mesa de la oficina fuese la causa del destierro al que le sometieron sus jefes y sus anteriores compañeros de tertulias y desayunos con churros, de que su propio compañero de despacho ni siquiera le diese los buenos días. O quizá fuese la consecuencia.
PABLO SÁNCHEZ
Juraba en silencio no volver a malgastar saliva en dirigirse a aquel mentecato que tan pronto se afanaba en el trabajo como se pasaba horas embobado, inmóvil, como un apio.
A Sánchez le faltaban unos meses para jubilarse, después de casi cincuenta años trabajando. Buena parte de ese tiempo lo pasó en la serrería donde cada tarde llegaban los troncos que empezó a contar con quince años, recién estrenados sus primeros pantalones largos.
Quitar serrín, engrasar la máquina, apilar tablones, desmontar la sierra, cortar, pedir material, preparar nóminas, todo bajo el estridente ruido de aquellos dientes royendo madera.
Allí perdió la juventud y el oído. Cuando ya no fue capaz de distinguir un portazo de un susurro, el nuevo gerente le premió con su traslado a las oficinas del ministerio. Sentado ante una de las miles de mesas fabricadas con los tablones que él mismo serró, pasaba los días haciendo cuentas.
Fue un joven alegre y un adulto simpático. Su expresión arisca le sobrevino con la edad y no la causaba un sable en el gaznate, sino una mezcla de cansancio, sordera y dolor.
Lo primero y lo segundo queda dicho. El dolor no era físico: aquella enfermedad de extraño nombre pudo más que la voluntad de vivir de Rosa, su mujer, más que las medicinas. Una mañana, Sánchez despertó para descubrir que ella no lo había hecho.
Desde entonces, bajo las sábanas le aguardaban muchas noches en vela, a las que seguían mañanas vestidas de gris. Con un hijo en Oviedo y otro en Frankfurt, apenas disfrutaba de sus nietos una vez al año.
Sánchez no era partícipe de las tertulias ni de los desayunos. Su falta de oído suponía un obstáculo más en aquel entorno laboral. Cuando le hablaban en un tono adecuadamente elevado, sin ruidos alrededor, al fijarse en el movimiento de los labios era capaz de seguir la conversación. En el bar, con el guirigay de voces, la máquina del café y el tintineo de las cucharillas no se enteraba de nada y no podía participar en la charla. La desconfianza y la inseguridad de su sordera transformaba las risas y las palabras de aquella sarta de blasfemos en arpones envenenados de sarcasmo. Dejó de acudir sin dar explicaciones.
Nadie lamentó la ausencia de Serrano y Sánchez los lunes en la tertulia.
“EL HIJO ADOPTIVO DE DRÁCULA”
Yo tenía diecisiete años y pensé que mi jefe, el Sr. Barahona, era un maleducado, porque no levantó la cabeza el día que me tuve que presentar ante él. Sentado en su sillón, parecía seguir leyendo mientras hablaba sobre la lealtad del trabajador, las grandezas del esfuerzo, el cumplimiento del horario y otras zarandajas que me sonaban a tostón. Se despidió con un leve gesto mientras seguía atrincherado bajo las gruesas gafas de cristal verdoso. No rechisté.
Para llegar hasta el que era mi primer empleo debía coger el viejo autobús —la camioneta— que aparecía cada media hora perseguido por una nube de humo negro.
Mi padre era alérgico al trabajo, dolencia que se trataba con alcohol, mientras mi madre se veía obligada a fregar los suelos del ambulatorio médico y alguna que otra escalera para llenar el frigorífico y poco más. Vacaciones significaba que, mientras mi madre seguía trabajando, los demás nos íbamos al pueblo, a casa de mi abuela, donde las torrijas de vino eran para mí un postre y para mi padre un hábito escandaloso que le llevó al calabozo de la Guardia Civil más de una noche.
Por eso, al escuchar a todos aquellos que me habían presentado como “compañeros” en el ministerio hablar de sus viajes, sus coches, sus casas de campo y sus tardes en el bingo, me sentí de otro mundo. Inocente de mí.
Un martes dejé de desayunar con el grupo para librarme de dos amargos sabores: el del café que sólo podía tragar anegándolo de terrones de azúcar, y el de mi propia bilis exasperada de tanto postín.
Cada mañana me sentaba en mi mesa a pasar a máquina las minutas que me iban dejando. Quizá alguna de las secretarias de la zona noble escribiera tan rápido como yo, pero en aquella oficina podrida de años y de haraganes no había nadie con tanta soltura en los dedos. Escribía sin mirar al teclado, no levantaba la vista de lo que debía copiar. En una hora hacía el mismo trabajo que tres de ellos en un día. Mis compañeros se dedicaban a ponerme las tareas más engorrosas en mi bandeja, pero nunca protesté. Maldije a mi madre por obligarme a estudiar mecanografía a los trece años en aquella academia de máquinas negras y método ciego.
Además de escribir como un fiera, hacía de chico de los recados, llevando papeles de una oficina a otra, igual que un ordenanza más. Movía cartapacios y sobres de aquí para allá, a demanda de cualquiera, pues todos parecían tener mando sobre mí. Muchas veces me quedaba terminando alguna carta mientras los demás se iban a casa sin haber estrenado el día, otra razón para odiar a aquellos babosos relamidos que estoy convencido recibían collejas en casa pero se creían John Wayne al hablar con quienes teníamos menos categoría. Me refiero a categoría laboral. El bueno de Serrano les llamaba “zoilos vermiformes”.
Cuando estaba despierto, Serrano tenía su gracia. A veces no lo entendía a la primera y el puñetero me obligaba a buscar en el diccionario, pero al hacerlo descubría sus juegos de palabras.
La oficina que compartían Sánchez y él formaba parte de mi injusta ronda de reparto. Los demás la llamaban “el museo de cera”, “la taberna del mudo”, “la embajada de Transilvania” y otras lindezas por el estilo. Al principio ambos me ignoraban, pero pronto Serrano se animó a hablarme. Era el único que no me llamaba “niño”, “chaval” o “joven” y lo hacía por mi nombre. Comencé a encontrarme a gusto con él y, poco a poco, mis visitas y nuestros diálogos ganaron en constancia. Entornaba la puerta para tantear su nivel de letargo. Si estaba “ausente” me marchaba sin entrar, pero si le encontraba “vivo” hacía un hueco para charlar con él.
Con Sánchez no hablaba mucho, pero con Serrano podía pasarme horas de palique. De estar en este mundo, conversábamos sobre cualquier tema, desde fútbol hasta política, pasando por la historia, la ortografía, nuestros gustos culinarios y, cada vez con más frecuencia, sobre nuestras propias vidas. Nos enfrascábamos en amenas charlas que se alargaban hasta que su mente decidía salir de excursión, dejando en el aire su frase final, un consejo de “pedante juicioso”, como le gustaba definirse.
Tanto se alargaban nuestras pláticas que comenzaron a ser notorias mis ausencias de la oficina. Algún estirado metomentodo descubrió mi debilidad por visitar aquel despacho y fue con el cuento al Sr. Barahona. No podía creer el de las gafas verdes que alguien pudiera ir al “rincón de los horrores” por voluntad propia. Sólo su retorcida mente podía haber ideado un despacho donde confinar a quienes no se ajustaban a los cánones de comportamiento y apariencia que él deseaba para su departamento. Lástima que el despacho del rincón fuera tan amplio que sobrara el espacio que le faltaba en la oficina principal. Un día, de aquella protuberancia con gafas y caspa, surgió otra de sus indecentes ideas.
— Ese chaval de la oficina, ¿qué tal es?
— Un niñato insociable que no quiere trato con nadie. Últimamente se retrasa con el trabajo y se junta mucho con las dos momias que tenemos en el sarcófago... perdón, en el despacho —rió.
— Pues si tanto le gusta, ese chico y yo nos vamos a hacer un favor mutuo. Trasládale allí. Hace falta sitio en la oficina para la chavala que nos han recomendado desde arriba.
— Pero, ¿y el trabajo...?
— Que se lo lleven allí. No, mejor que él vaya a buscarlo a la oficina y lo reparta cuando termine, como hasta ahora. Así no es preciso que nadie se vea obligado a desplazarse hasta Transilvania. Y cántale la gallina, que se deje de retrasos.
Cuando el segundo de a bordo tenía el pomo de la puerta en la mano, Barahona, dichoso por haber resuelto un problema, casi cantó:
— ¡Le vamos a adjudicar un hijo adoptivo a Drácula!
UN DULCE DESTIERRO
Fue el tercero en el mando quien se acercó a decirme que recogiese mis cosas. Al pronto pensé que me echaban, pero cuando vio mi cara de interrogación —y las de preocupación de mis holgazanes compañeros ante la perspectiva de no tener a quién endiñarle el trabajo— aclaró que no era más que un simple cambio de despacho.
Cogí el poco material de oficina que tenía, mi cazadora y un pedernal que me servía de pisapapeles y me dirigí a la puerta.
— Eh, nene, la máquina.
Desanduve mis pasos, coloqué todo sobre el carro de la máquina de escribir y me la llevé a pulso por los largos y fríos pasillos hasta el despacho de Sánchez y Serrano.
Ni siquiera me abrió la puerta y tuve que bajar la manija con el codo mientras con el hombro empujaba aquella mole de madera oscura. Solté pesadamente todo sobre la mesa vacía.
— Bienvenido al destierro, chaval —dijo Sánchez.
Serrano soltó el sello y sonrió con los ojos brillantes y el rostro iluminado en un gesto que hasta entonces no le había visto, quizá de esperanza.
Durante los cuarenta meses que siguieron a mi deportación adquirí aún más velocidad escribiendo a máquina. Recogía el trabajo dos veces al día: antes de las diez y después de la una y media, entregando al mismo tiempo lo que había mecanografiado en la recogida anterior. Quería terminar cuanto antes el trabajo para ganar tiempo. Escribía con tanta premura que las teclas se arremolinaban antes de llegar al carro como un grupo de vecinas cotillas asomándose al rellano. Hube de corregir decenas de escritos por errores fruto de tan acelerada labor. Y todo para recibir de Martín Serrano la deseada lección, el zumo de conocimiento que cada día me aportaba un sinfín de vitaminas para el espíritu, reforzando mi inquietud por aprender, generando en mí interés por la lectura, por la escritura, por la vida. Y descubriéndome a mí mismo, bautizando a mis miedos y a mis ilusiones.
Las reprimendas por las tardanzas o errores tipográficos ya no hacían mella en mi ánimo, inundado de la autoestima que recibía a través de generosas palabras, de frases de admiración, de miradas de respeto que el bueno de Martín Serrano me regalaba al tiempo que abría las entrañas de mi memoria hasta hacerme desempolvar los más insignificantes recuerdos.
Dejé de agredir al despertador las mañanas de lunes, que siempre me alcanzaban despierto, impaciente por llegar al trabajo temprano y contarle a Martín cada suceso, cada conversación, cada discusión en mi casa durante fin de semana. Cada borrachera de mi padre.
Creo que llegué a ser adicto a Martín, a sus consejos, a sus reprimendas impregnadas de aprecio, a su preocupación por cualquier problema que me importunase. Ya no me llamaba por mi nombre, sino “hijo”. Quizá en honor a ese varón que tanto ansiaba y nunca llegó a tener.
Por casualidad, a mediados de noviembre me enteré de que Sánchez se jubilaba. Yo mismo cumplimenté sus papeles entre una más de mis tareas mecanográficas. Sin avisarle, el último día de trabajo, cuando se acercaba la hora de su ángelus, Martín y yo retiramos todo lo que había sobre mi mesa, colocamos un mantel y empezamos a sacar de una bolsa queso, chorizo, aceitunas y una botella de vino. Pablo Sánchez nos miraba expectante. Cuando todo estuvo preparado, nos acercamos a su mesa y Martín le dijo en un tono elevado:
— Venga, Pablo, vamos a tomarnos algo a tu salud.
Se levantó, picó algo y, a las dos en punto, nos dio unas sentidas gracias y salió por la puerta para disponer del resto de su vida.
No fue la única marcha de aquel día. El destino y don Adolfo Suárez —flamante Presidente del Gobierno tras las elecciones— estaban sacudiendo las alfombras del antiguo régimen por los despachos de los ministerios y, entre las pelusas, salió por la ventana el Ministro con varios directores, el Sr. Barahona, su segundo, su tercero y la mala leche de los tres. El cambio en el mando llevó luz a nuestro rincón de Transilvania, liberando buena parte de mis obligaciones en cuanto el nuevo jefe reorganizó el gallinero.
Esa misma luminosidad se abrió entre los nubarrones que constreñían el ánimo de Martín y pudo dejar el tratamiento, lo que me valió el impagable premio de poder charlar con él mañanas enteras sin más interrupciones que las propias del trabajo.
Lo que es la vida: una Semana Santa, harto de consanguinidades, acepté la invitación para conocer su pueblo y a su familia. Modesta era una mujer menuda que me recibió con cariño, como si ya me conociese, algo que era casi cierto. Pero Irene, ¡ay, Irene! Fue verla y doblarme el sentido, sucumbí a la sonrisa más deliciosa que jamás nadie me dedicara, me dejé hacer prisionero de sus grandes ojos marrones, sinceros y vivos, llenos de curiosidad. Cuando se acercó a darme dos besos las rodillas se me hicieron gelatina y mi pulso era una tamborrada de latidos.
Resistió mi organismo y volvimos a Madrid el Lunes de Pascua, muy temprano. Para el Miércoles de Ceniza siguiente ya paseábamos cogidos de la mano por el parque y en diciembre de ese mismo año nos fuimos de luna de miel a Canarias.
Hoy, mientras mi esposa llora a su padre, yo sonrío su recuerdo. Cuanto he llegado a ser, a crecer como persona, se lo debo a Martín Serrano, y si soy capaz de apreciar lo que merece la pena en esta vida ha sido gracias a él, a sus consejos, a su paciencia, a su capacidad para escuchar, para hacerme dar a cada problema el nombre de reto, a cada error el título de experiencia. Un verdadero padre que me hizo sentir querido y me enseñó a querer y a quererme.
Juan, 2009
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