"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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martes, 14 de julio de 2009

LA ESTACIÓN HABITADA

Entre la depresión del Guadalquivir y la arrogancia de la Bética se ubicaba Villa de Vega, discreta y resignada a permanecer en el destierro de la civilización. Alejada de todos sitios, sus caminos hacían honor a la amarga soledad del olvido, agitando las almas de quienes los transitaban, de puro tortuosos.

Villa de Vega pasó desapercibida para la historia: no consta en sus anales ningún hecho no ya de importancia, sino acaso interesante, del que poderse jactar o avergonzar. Tampoco hay referencias a la localidad en libros distintos de los mapas. Se desconocen personajes históricos que hubieran nacido, habitado o siquiera pasado por Villa de Vega, nombre que le debe a un ilustre corregidor, quien se sirvió de sus caudales para rebautizar la antigua Alfagra Alta como Villa de Vega en 1653. Lo de ilustre debía venir de ilustrado, de ahí que le pareciese de poca entidad un nombre tan “profundo” para un pueblo al que trataba de dar altura y monedas que echar a su bolsa. Lástima que tampoco en el siglo XVII las rutas comerciales hiciesen por llegar hasta allí, por más que el tal emprendedor allanase caminos y comprase voluntades, quizá sólo bien pagadas por lo que se refiere al nombre de Villa, que no título.

El caso es que no cuajó su empeño comercial por ilusorio: en los más de doscientos años transcurridos desde que el primer labriego, azadón en mano, comenzó a quebrar la tierra regalando una acequia —de ahí su nombre primigenio— a la pequeña explanada donde cultivó, hasta la fallida aventura de Morestes, que así se llamaba el ilustre, quienes allí moraron tenían las miras a poco más de media legua y sus mulas apenas conocían caminos. Y así continuó siendo incluso con nombre nuevo.

Trascurrieron los años sin que los acontecimientos hiciesen excesivo caso del pueblo, sus gentes y sus tierras. Hasta que en 1888 alguien tuvo una visión, pero nada que ver con vírgenes bajo un olivo. Fue un ingeniero llamado Pedro de Suelva, Don Pedro para los empleados de la compañía de ferrocarriles. El ingeniero tenía el encargo de modificar el trazado de la línea ferroviaria que debía unir la capital del reino con la costa malagueña. Como si de un puzzle se tratase, la línea se había venido construyendo por tramos desligados unos de otros para luego unirlos todos, prolongando las vías sin interrupción hasta casi el mismo mar.

Don Pedro no llegó a ver concluido el trazado en su totalidad, aunque su maltrecho hígado sí le permitió ver inaugurada, sin gran alharaca, la estación de Villa de Vega, aquel rincón olvidado que él había puesto en el mapa como solución a un problema presupuestario: costaba muchos millones de reales más horadar un par de montes que zigzaguear el trazado de los raíles hasta ese pueblo perdido y construirle una estación.

Así, en 1890, nació la estación de Villa de Vega, construida a tal distancia del pueblo que desde el andén daba la sensación de estar en medio de la nada, no había signos aparentes de vida a su alrededor.

Fueron pasando los años. Pocos trenes tenían parada en la estación y casi todos pasaban urgidos de carbón y retrasos, como si aquel pueblo fuese idóneo para recuperar el tiempo perdido en otros lugares. Las salamanquesas eran los eternos viajeros del andén, más concienzudas que el propio Jefe de Estación, señor Montilla, pendiente del culo de sus gallinas y no de la vía. Por eso siempre replicó a quienes le tachaban de lacio que donde realmente se “tocaba los huevos” era en su corral y por docenas.

Un buen día de 1935, el tal elemento Montilla, más curtido y mejor remunerado entre plumas que bajo la gorra, cerró la puerta del despacho y se trasladó en un camión con sus aves a Granada, donde el aire de la Alpujarra intensificaba la producción de huevos, según le había contado un primo suyo. Desde entonces anduvo huérfana la estación.

Ni maquinistas ni fogoneros le habían visto en meses al pasar sobre sus trenes, al igual que tampoco el pagador le había encontrado en la colateral, donde el señor Montilla debía desplazarse cada mes a recibir su salario.

Durante algunas semanas el tren correo paró a diario en la estación de Villa de Vega. Un empleado bajaba al andén a buscar al señor Montilla, pero al encontrar cerrado el despacho del susodicho y no ver casas cercanas donde preguntar por él, dio parte y la compañía de ferrocarriles entendió que el Jefe de Estación debía de haberse marchado del todo. Como casi ningún tren paraba ya en la estación, se desentendieron de ella y la sumieron en el abandono, si es que se podía estar más olvidada.

En agosto de 1936, la plaza del pueblo estaba perfumada de naranjos y empedrada de cantos, con su pilón seco envidiando el eterno charco en la fuente de la esquina. Carros aún tirados por mulas la atravesaban de norte a sur, temblando sobre el cantizal y acunando el bostezo de los perros. Las tardes del sofocante verano dejaban vacías sus calles, arrulladas por chicharras. Todo el pueblo se esmeraba en estar inmóvil, tratando de evitar la fatiga que lleva al sudor, bajo los olivos, los cañizos, en los patios floreados o en la iglesia austera cuyos gruesos muros le otorgaban la gracia divina del frescor. No es que Dios reuniese a sus corderos por piedad y fe, era el párroco quien acogía a sus compadres de mus, pues la taberna no ventilaba bien a esas horas.

La guerra había alcanzado Villa de Vega sólo en papel: cartas y diarios, nada de ejércitos ni bombardeos. El aislamiento otorgaba al pueblo su propio carácter, una endogamia que mesuraba las posturas políticas ciñéndolas a un ámbito no más amplio que la silueta de los olivos recortando el horizonte.

No ocurría lo mismo en Castillares, donde su alcalde ejerció con canallesco gusto la afición por delatar a todo bicho viviente de ideas o conductas inadecuadas, conforme a su criterio, claro está. Se le escapó el Jefe de Estación el año pasado, pero tenía en el punto de mira a Cano, que se jactaba de librepensador de izquierdas; a Tirso y esposa, peleados con la iglesia, quienes jamás pisaban la casa de Dios porque decían “no querer incomodar a un anfitrión de tal linaje” y tan ocupado que permitía a su mayordomo saquear la alacena y la bodega del señor a diario, y los domingos dos veces; a Marcelino, que aireaba sus ideales de igualdad ente copas de anís y órdagos a la grande. Todos ellos, junto a algunos dudosos, dejarían el pueblo una madrugada, negra de grillos, bochornosa en toda la extensión de la palabra.

Don Emilio, el maestro, estaba también en la lista, al igual que muchos de los educadores de la comarca, de la provincia, del país entero. La guerra y su prestigiosa amiga, la venganza, esquilmaban las ciudades y los pueblos de educadores por temor a la influencia de sus ideas no sólo sobre la infancia, sino sobre una población muy poco ducha en las letras. Pero la bochornosa noche de los grillos no apareció Don Emilio en su casa. El camión partió sin él. Las noticias de la persecución a los docentes había llegado hacía semanas a Villa de Vega y varios vecinos entendieron que su maestro podría estar en peligro, de modo que se organizaron para buscarle un escondite. Pensaron en sus propias casas, pero podían ser registradas; la iglesia no era tampoco buen lugar; la casucha del olivar era pequeña; la estación, ése era el lugar más adecuado. Todos conocían la ausencia del Sr. Montilla, los trenes no paraban ya y desde el pueblo no se veía el edificio. Hasta allí condujeron a Don Pedro, sudoroso y soñoliento, la madrugada anterior a que acudiesen a invitarle a un paseo en camión.

Entre Tirso —desdichado fin tuvo al día siguiente— y el señor cura dispusieron un camastro tras abrir con un alambre la cerradura del despacho del Jefe de Estación, donde el maestro debería permanecer oculto. Le dejaron sábanas, algunas hogazas de pan, queso y chorizo en aceite en tres grandes tarros, tranquilizando su temor a quedar olvidado en aquél lugar y a morir de inanición, pues en unos días, a lo sumo dos semanas, volverían con más provisiones, pues era de prever que le buscasen durante un tiempo. Tras marcharse sus bienhechores tanteó el lugar sin aventurarse a salir al andén. No era demasiado pequeño, estaba repleto de polvo, pero tenía una bonita mesa de madera noble y una silla tapizada. En el cuarto de baño que había al lado, un grifo que aún dispensaba un hilo de agua. Cuando fuese de día, la única ventana permitiría entrar la luz pero no la curiosidad, pues Montilla la había cegado con papel cebolla.

Empachado de queso tras días royendo el pan más que duro, Don Emilio pasaba las horas leyendo manuales de circulación, pues en su huída tan sólo pudo rescatar a Espronceda y su salmantino Félix de Montemar, que podía recitar casi de memoria. Al décimo día, desconocedor del infausto fin de su salvador Tirso ni del párroco, tuvo que salir al andén. Aunque el edificio era sólido, aquél caluroso septiembre se colaba por cualquier rendija y el sofoco, puede que más fruto del miedo, le aventuró al exterior.

Dejó que oscureciera un poco más y abrió con cuidado la puerta. Varias salamanquesas parecían estampadas en la pared, al acecho de mosquitos incautos. Alcanzó el final del andén y miró en dirección al pueblo. Nadie. Anduvo al otro extremo, donde se encontraba la estancia que hacía las veces de almacén y deberían estar los cambios de vía, en caso de haber contado Villa de Vega con más de una vía. Tampoco había nadie. Confiado, dejó la puerta del despacho entreabierta para renovar el espeso aire.

A la vista de la estación, del más que escaso tráfico ferroviario que la ignoraba y de las funciones marcadas en los manuales de circulación, casi entendía el maestro la indiferencia con que Montilla se ocupaba de aquello.

Sólo el miedo, y nada más que el miedo, le hicieron comerse la corteza del queso, beberse el aceite y cazar salamanquesas que no se atrevió a comer. Y el hambre, sólo el hambre, le llevó a los olivos cercanos a coger aceitunas que, aunque indigestas, eran fuente de energía y de esperanza.

Cierto día, un bulto apareció ante la puerta entornada, haciendo al corazón de Don Emilio saltar en su pecho. Cuando se recobró del susto, fue caminando despacio hasta ver un paquete grande, envuelto en periódicos atados con cuerda. Mirando a ambos lados tomó el bulto, cerró la puerta y se apresuró a abrirlo. Si antes había brincado su corazón, ahora el estómago del maestro crujía de entusiasmo y agradecimiento: pan tierno, queso viejo, vino, altramuces, tomates y fruta en almíbar, rodeaban un perol de garbanzos aún tibios. Trató de no dejarse llevar por la glotonería, pero el agónico llanto de sus tripas le obligó a devorar las legumbres sin respirar. Bendita galbana tras el festín, recostado en la silla.

Limitó las futuras comidas tras leer las hojas de los diarios del salvador hatillo. La guerra proseguía en todo el país, los frentes se multiplicaban y el gobierno se había ido a Valencia. Ya había entrado diciembre, que dio paso a enero, y luego a febrero. El tiempo, que no los trenes, pasaba por la estación de Villa de Vega con parsimonia, tedioso y hambrón entre paquetes que no faltaron durante dos meses más, ahora envueltos en trapos.

El 3 de febrero de 1937, a las 8:25, un demacrado Don Emilio escuchó el sonido de un tren que se acercaba. Peor aún, observó cómo se detenía en la estación, procedente del sur. Al pellizco de pánico le siguieron tres profundas inspiraciones y la peregrina idea, tantas veces desechada y aceptada, según el ánimo, de colocarse en la cabeza la gorra de Jefe de Estación. Esa gorra podría salvarle la vida o condenarle al paredón, pero no había tiempo ni lugar para la huída. Según los manuales debía salir al andén, aunque no era necesario ser más cumplidor que el propio Montilla. Esperó.

Al cabo de un minuto, más que entrar, barrenó la puerta un capitán del ejército, seguido de otro militar menos iracundo. Vociferó el primero órdenes a Don Emilio para que le diese el teléfono, pero la línea estaba cortada desde hacía meses. Tragando saliva por litros, trató el maestro de salir al paso de todas las cuestiones que brotaban con virulencia de la boca del capitán, quien salió el andén y gritó hasta desgañitarse mientras decenas de soldados formaban junto a los vagones de mercancías.

Creyó morirse allí mismo cuando escuchó a aquél berrido de uniforme decir que esperarían “el tiempo que fuese preciso” hasta que llegase otro tren con carbón. Habían cargado los vagones, pero no la máquina. Así mostraba esa incontenible ira.

El capitán ordenó a un grupo que se acercasen al pueblo a informar de la situación y buscar dónde alojarse. Más tarde, volvió un soldado que murmuró algo al capitán y el pequeño ejército empezó su marcha hacia el pueblo. No habían caminado ni veinte pasos cuando se detuvieron a la estridente orden de su capitán, que se volvió hacia Don Emilio y le mandó acompañarles. Este imprevisto ni se le había pasado por la cabeza al maestro. Volvió el pellizco con más fuerza, y el sudor, mientras trataba de vocalizar alguna excusa, pero ante la mirada fría e impaciente del capitán, optó por echar a andar.

Perdía el aplomo a chorros mientras a cada paso le inquietaba más la expectativa de presentarse en el pueblo como un aparecido. Se quitó la gorra para secarse el sudor, pero le había dado tanta importancia a la prenda que se la puso de inmediato. Eran cerca de la once, de modo que los vecinos andarían ya en sus quehaceres diarios.

El alarmante silencio fue pisoteado por las botas de los visitantes. Nadie por las calles, la taberna cerrada, ventanas rotas, la iglesia quemada… Villa de Vega en cuerpo presente.

Mientras se afligía Don Emilio, el capitán bramó algo a sus hombres y se perdió en el interior de la cantina tras romper la cerradura de un tiro. Los demás comenzaron a correr entrando en cada casa, buscando algo o a alguien. Y, de pronto, se encontró solo. Corrió a su casa, cerró la puerta con llave y derramó en llanto una mezcla de miedo y tristeza.

—¡Capitán, capitán —gritó uno de los militares— venga corriendo!
Como si de un ascenso general se tratase, todos corrieron hacia donde corría el soldado, que cruzó un gran portón de madera tras el cual había un enorme montículo de piedras negras: carbón. Aulló el capitán pidiendo carros, carretas, canastas, “los puñeteros bolsillos” o lo que fuese para llevarlo al tren. En dos horas escasas habían atiborrado la máquina y derrengado al fogonero volcando espuertas. Exultante y soberbio, el capitán ordenó, cómo no, a gritos, subir al tren y usurpó las funciones del Jefe de Estación dándole la salida a su tren. Al fin y al cabo, alguien con un despacho tan cochambroso no era digno de ostentar el cargo de jefe de nada. El tren partió llevándose el carbón y la guerra.

Villa de Vega fue resucitando con la misma cachaza que le otorgó el tiempo, con nuevos habitantes llegados finalizada la contienda. Hubo más de una madrugada bochornosa, negra de grillos y de muerte. Unos cuantos lograron escapar, sin olvidar a su maestro, habitante de la estación, a quien enviaban algo de comida cuando era posible, pero desde el cura hasta el carpintero todos resultaron sospechosos a ojos del alcalde de Castillares y sus acólitos fusileros. Vaciaron por completo el pueblo al que Don Emilio había enseñado, y siguió haciéndolo hasta su muerte, a leer y escribir, a razonar, a entender y a perdonar.

La historia había pasado de puntillas por Villa de Vega durante siglos, para luego pisotearla con descuido, mordida por la sinrazón y la guerra.

3 comentarios:

  1. ¡¡Bienvenido Juan!! Qué bueno encontrar refugio en una trastienda tan animada de buenas palabras. Antes de empezar a leer tu primer post, quiero dejarte un abrazo de ánimo y mi primer comentario. Un besazo grande y te leo, que estoy aquí al lado (muchas gracias por hacerme un hueco..;-D)

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  2. Gracias a ti, Tamara, por dedicarle un tiempo a esas palabras, por tu bienbenida y por ser una inmejorable inspiración a la hora de decidirme a iniciar esta aventura. Aún me falta mucho (todo) por aprender, aunque espero contar con tu crítica y cuento con tu ejemplo. Un abrazo.

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  3. Pero bueno, ¿he puesto "bienbenida"? ¿con dos "b"? Esta sí que es buena, no sólo me falta por aprender, sino que voy olvidando lo poco aprendido. Dejémoslo en la caprichosa configuración del teclado.

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