"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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sábado, 8 de noviembre de 2014

MARIO, MÓSTOLES, MAPACHE


La noche se cerró de golpe, como una puerta maleducada. Apenas me di cuenta de que me había adentrado en la casi absoluta oscuridad. Abajo, ni farolas, ni casas, ni coches, ni un triste reflejo. Arriba, las estrellas quedaban al otro lado de una única nube que parecía cubrir el continente completo, y la luna, para mi desdicha, estaba de permiso.

Me gustaría decir que pasé la noche al raso, al menos así el cielo me habría ofrecido algo de luz para orientarme. Soy de ciudad, el campo me ha sido siempre tan desconocido como inquietante, tras cualquier arbusto podría saltar una alimaña, acercarse con cautela y hacer de mí la piedra en la que afilarse las uñas. Los arbustos eran difusos, igual que mis botas o la manta que nos cubría a mí y al fusil. También soy miope.

El frío era indescifrable, mis pies parecían haber desaparecido, no los sentía. De moverlos, ni hablar, aunque tampoco lo habría hecho sin saber dónde estaba pisando. Me llevaron a aquel puesto de guardia ya de noche y no tuve tiempo de guardar en la mente un simple bosquejo del lugar.

Aquella noche tirité como no lo había hecho nunca. De nada sirvió la manta que había rediseñado en poncho mediante un agujero por el que meter la cabeza. En mi sangre se estaban formando cristales de hielo y traté de golpearme brazos y piernas para descongelar las venas, pero decidí quedarme quieto antes de pegarme un tiro al hacer cualquier movimiento brusco. Las armas no son lo mío.

Además de la sangre granizada, mi cerebro era un espeso glaciar bajo el que las ideas y los recuerdos quedaron aplastados. Tal era el letargo mental que, por más esfuerzos que hacía, no lograba recordar la contraseña de esa guardia. Era un nombre de persona, el de una ciudad y el de un animal, y empezaban por “m”, de eso sí me acordaba, pero a la mente no me venía ninguno de los tres, o tal vez sí, pero sin darse a conocer.

En la “mili” no teníamos más enemigo que nuestros propios mandos. El sargento “Canalla” podía dejarse caer por allí a la caza de soldaditos despistados, como era costumbre en las guardias, ya fuera en el cuartel o, como entonces, en plena montaña, un quince de enero, en la noche más fría del siglo.

Comencé a desesperarme y cerré los ojos. Aquello estaba mejor, esa oscuridad sí me resultaba conocida, la de cada intento de dormir sin sueño, la de mi habitación al despertar de golpe en la madrugada, la de no saber qué camino tomar en la vida.

En esas tinieblas me oculté durante unos segundos para recobrar la calma. Luego, levanté los párpados y en la oscuridad borrosa del corto de vista no hallé otra referencia que el cañón del fusil. Los arbustos no estaban iluminados por farolas de luz amarilla, como en el parque de mi barrio. La memoria seguía apagada, sin un miserable destello que alumbrase las tres palabras de la puta contraseña.

Pensé que si activaba un poco los cinco sentidos, podrían aflorar aquellas tres malditas palabras, pero dando por demostrado que de la vista y el tacto nada podía esperar; asumiendo que el sentido del gusto no sirve en el ejército ni a la hora del rancho; y puntualizando que mi sentido del olfato se me fue con el primer llanto en el paritorio donde nací, me quedaba uno.

Concentré todas mis energías, por decirlo de algún modo, ya que el frío, el miedo, la desesperación, el hambre y el engorro moral de llevar un arma de fuego me tenían agotado, y las pocas que me quedaban, decía, las puse al servicio del oído.

Escuché el viento que vareaba las ramas de árboles invisibles; escuché el roce de la manta contra la culata del fusil; escuché mis gélidas inspiraciones y el nacimiento de pequeñas nubes que mis pulmones formaban al expulsar el aire; escuché el crujido de la montaña en cuya falda hacía guardia. Tanto empeño puse en mi labor que me pareció escuchar pasos y, de repente, tuve el convencimiento de que los escuchaba de verdad.

Ahora o nunca.

— ¡Alto, contraseña!

— ¡Soy el teniente, imbécil!

— Esa no es la contraseña.

— Joder... Mario, Móstoles, Mapache, ¿así te vale, tonto de las narices? ¡Y abre los ojos, gilipollas, que te has dejado la linterna en el cuerpo de guardia! ¡Serás inútil!.

— A sus órdenes, mi teniente.




Juan Moyano Tórtola
octubre de 2014

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