"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 4 de abril de 2014

CUATRO NUBES Y CUATRO PERCHAS

A mi tito, a mi tita, a quienes viven con los recuerdos deshilachados.


Eloy sale nada más desayunar a estirar las piernas, respirar aire fresco y activar la circulación. Cosas del médico, pero él las cumple siempre que se lo permite la lluvia, su esposa o la puerta de la casa.

Es un luminoso día de abril, con cuatro nubes mal contadas, tal vez alguna más oculta tras los tejados de pizarra. Eloy pasa junto al espigado campanario y camina hasta que la mano del hombre deja de inmiscuirse en el paisaje.

— ¿Cuántas nubes podrán ocultarse tras la colina? —se pregunta—, porque yo sigo viendo cuatro, solo cuatro, salpicando todo el cielo. Esta de aquí, la otra de más allá, esas dos que se dan la mano al oeste, una sin brazos al sur, la grande que persigue a la pequeñita al norte. Cuatro nubes en total.

Eloy atraviesa un prado que asciende en una pequeña loma con cierta brusquedad para, después, comenzar un descenso suave y sin apenas obstáculos, todo un alivio para sus brillantes zapatos, porque Eloy va hecho un pincel, con su camisa blanca, corbata burdeos, pantalón gris y lleva puestas dos americanas de diferente color.

— Desde aquí se ven mejor las nubes. ¿Son las mismas de antes? Algunas parecen más delgadas, será el viento, pero otras no han cambiado su forma. Bueno, hay dos más asomándose por la colina. Las que antes se daban la mano ahora están fundidas en un abrazo. ¿Las sigo contando como dos o solo una? Qué más da, si todas suman cuatro.

Tan absorto anda en las cuentas celestes que, casi de golpe, se topa con un armario en mitad del prado. Es de nogal, de unos dos metros de alto, dos puertas y no parece estropeado. Quizás la puerta izquierda, entreabierta, se haya roto y por eso se deshacen de él. Eloy se acerca y la mueve un poco, luego la abre del todo y descubre un espejo que ocupa todo el interior de la hoja. El reflejo le devuelve un prado que alcanza el cielo. Ya no se ve la silueta del pueblo, ni los pastos donde rumian rebaños impasibles, ni la vía del tren, esa cicatriz en la piel del valle que la montaña engulle con su destentada boca.

En el espejo, prado, cielo, cuatro nubes mal contadas y Eloy, muy bien vestido, con sus dos americanas y una sonrisa bajo el blanco bigote.

Abre la otra puerta, despacito, en plena pugna entre la curiosidad y la precaución en la que suele vencer la primera.

De una barra de madera cuelgan cuatro perchas. En la primera hay una chaquetilla infantil de punto, blanca con rayas azules en la pechera. Eloy la descuelga y se mira con ella sobrepuesta bajo la barbilla. De repente, un golpe de confeti abarrota el espejo con sus colores y piruetas, entre palmas y risas, las velas encendidas sobre un enorme pastel rematado de trufa y guindas. Hay un conejo blanco saltando por encima de la mesa, pisotea los platos, vuelca los vasos y se pierde en el pasillo. Desaparece el conejo y toda la fiesta en cuanto Eloy aparta la chaquetilla y la cuelga en el armario.

Toma la segunda percha, que sostiene una bata blanca. Del espejo comienza a salir un humo blancuzco, espeso, agrio, que envuelve todo el laboratorio, con sus tubos de ensayo, líquidos y probetas, irritando las gargantas y los ojos de los alumnos. Un par de ellos, pese al escozor de las lágrimas, ríen sin parar mientras el resto trata de escapar de aquella broma de mal gusto y peor olor.

Eloy cuelga la segunda percha y coge la tercera. Tiene una guerrera caqui de botones dorados y unas chapitas con forma de rombo en las solapas. Antes siquiera de acercársela al cuerpo, un estallido hace temblar el suelo, la madera se astilla en un crujido lastimoso y de la luna del espejo saltan esquirlas de metal, tierra y polvo espeso. Se escuchan gritos, disparos, más explosiones. Eloy obedece la orden que vocifera “cuerpo a tierra, cuerpo a tierra”. Pero la última detonación revienta su alma, sus oídos y algún que otro hueso.

El silencio se hace dueño y señor del caos, el aire se coagula, mientras Eloy, malherido, espera que todo acabe pronto o que alguien llegue a rescatarle. Poco a poco se incorpora, mientras mastica sangre y tierra. Se agacha a recoger del suelo la guerrera en su percha y la cuelga del armario.

En la cuarta percha hay un chaqué negro confeccionado en un tejido confortable y elegante. Sonríe al ver en el espejo lo bien que le sienta puesto, con los pantalones de rayas y los zapatos inmaculados, del brazo de Marga, preciosa sin el velo blanco, radiante bajo una lluvia de arroz, de palmas, de abrazos, en un mar de invitados que pugnan por felicitarles, mientras Eloy goza imaginando que el banquete es un suspiro del que huyen los recién casados para recluirse en su nueva vida, colmada de planes y anhelos.

Se recrea con esta percha unos instantes más, no quiere soltarla, pero la curiosidad le lleva a coger la siguiente.

De la cuarta pende una toquilla blanca que huele a talco. El espejo le devuelve un llanto que él acuna en sus brazos, somnoliento, paso va, paso viene, tratando de sosegar a su hijo. Le zarandea con cuidado y el enérgico y cariñoso meneo logra calmar el llanto hasta sumergir a ambos en un leve sueño que dura lo que suelen durar los sueños cuando la noche viene torcida. En el sopor, Eloy deja la percha en el armario.

La cuarta tiene otra bata blanca, esta más larga y con un bolsillo en el lado izquierdo de la pechera con las letras E, S y B bordadas en hilo azul. El espejo se llena de cajas de calmantes, antibióticos, jarabes para la tos, cremas, leches, colirios, pastillas, una estantería repleta de salud artificial. Desde la rebotica escucha el constante tintineo de la campanilla y el muestrario de enfermedades murmuradas, en busca de remedio, incluso de milagros. El aire sabe a menta y agua oxigenada, huele a algodón y mercromina. Antes de que esté lista la fórmula magistral, Eloy suelta la bata.

Al coger la cuarta percha, la boca se le llena de mazapán y saborea entusiasmado el reflejo de su batín de lana con pavesas de la chimenea en las mangas. Todos están sentados a la mesa, parlotean, ríen, brindan, se buscan con la mirada. No falta nadie, la familia al completo. Su bigote blanco se arquea de regocijo y una chispa le brilla en los ojos. Se quedaría con esta percha, pero aún falta una más.

Para su desencanto, la última cuarta percha está vacía. No hay prenda alguna y Eloy la mira por un lado y por otro. Nada. De pronto una polilla se posa en el espejo.

— Maldito bicho, te has comido la cuarta prenda del armario.

Agita la percha para espantarla, pero la polilla vuela hacia el interior del armario. Eloy revuelve las otras prendas en su busca.

— ¡No, no, no puedes comerte nada más, no, insecto canalla, deja la toquilla, deja mis batas y el chaqué! ¡Ni se te ocurra acercarte al batín! Vuela, vete, lárgate de aquí, déjame tranquilo ya con las pocas prendas que me quedan. La gente tiene sus armarios atestados de ropa, de todas las épocas, formas, colores, perfectamente ordenadas, clasificadas, identificadas.

La polilla merienda con avidez los hilos de su chaquetilla de punto. Eloy trata de espantarla, pero el ansioso insecto insiste en comer lana, lino, algodón, poliéster, tanto le da. A cada mordisco, más hambre tiene, más crueles son sus dentelladas, con más ansia cambia de una prenda a otra. Y más desorientado se encuentra Eloy.

— Te lo has comido todo, desgraciada, hasta el cinturón del batín, no has dejado ni la flor en la solapa de mi chaqué, los granos de arroz que aún quedaban en los bolsillos, incluso los botones dorados de la guerrera. Maldita seas tú y el olvido que sigue a tu festín.

Eloy ya cierra la puerta derecha del armario. La izquierda, con su espejo de cuerpo entero, le muestra un campo yermo que alcanza un cielo con cuatro nubes mal contadas y un hombre muy bien vestido, con dos americanas puestas y un sonriente bigote blanco.

— Tal vez este señor tan elegante sepa indicarme cómo regresar a casa.



Juan Moyano Tórtola, marzo de 2014

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