"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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domingo, 15 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE RUTH

Dedicado a mi amiga Raquel, con muchísimo cariño y el deseo de que haya despedido definitivamente a ese mal abogado que a muchos nos aconseja insensateces, ese mal abogado que nos impide decir lo que debemos, ese mal abogado que se llama miedo.


El edificio se ha ido abriendo como si su fachada fuese un engaño y, tras unas míseras puertas de cristal y aluminio, se ocultase un palacio riquísimo, donde Ruth se adentra con los papeles en la mano, mirando lámparas de araña, columnas de mármol y los carteles de las puertas, no se le vaya a pasar la suya y llegue tarde.

¿Estará el abogado esperando ya? Nunca se sabe con ellos, los hay con corazón bajo la toga, los hay con taxímetro, pero el de Ruth, maldito pedante, parece tener su punto de mira en otros casos más suculentos que, tal vez, con el tiempo, le procuren un enjambre de micrófonos y cámaras en la puerta de esos mismos juzgados.

El pasillo parece no acabar nunca, ¡madre mía!, aquí no hay quien se aclare con tanta puerta, sala número 1 del juzgado de primera instancia, servicio procesal, secretaría judicial, aseos, y Ruth acabará con dolor de cuello de tanto girar la cabeza, de un lado al otro, como un juez de tenis. Un juez, este mismo, se le acerca tímidamente, por dónde cae la sala para este juicio, y el juez, que no lo era, pero lo parecía, contesta que debe de estar al final del pasillo.

No hace falta que pregunte más, Ruth ha visto ya a su abogado que habla por el móvil, a este tío no le vale con una sola tarifa plana, necesita diez o doce, cuántas llamadas puede hacer en un rato. El letrado lleva la toga en una bolsa larga de percha, como si acabase de recogerla de la tintorería, y saluda a Ruth con un movimiento de cabeza tan frío que cualquiera diría que es su cliente.

Hola, no le pide más el cuerpo a su educación, ya colgará antes de la hora de la vista, no va a ser ella quien interrumpa al sabiondo. Para su sorpresa, Ruth escucha enseguida un hasta luego y el señor letrado de maletín de piel comienza a decirle lo que debe y no debe hacer, lo que debe y no debe decir, lo que debe y no debe ocultar, y Ruth, aturdida, tratando de ordenar tanta información, deja que su mente se escabulla por la puerta del desinterés y vaya a lo concreto, a su hija pequeña, a las amenazas, a su atormentado amor propio y a su propósito de poner fin a aquella situación. A ese intento de quien un día le juró amor eterno y ahora quiere amargarle el resto de su vida, adiós miedo, que les vayan dando a ambos.

Dijo el abogado, señora, ¿se ha enterado usted de lo que tiene que decir durante su comparecencia? Y Ruth, que anda por los cerros de su propio razonamiento, sacude la cabeza de un lado a otro, no se ha enterado de nada, por qué tiene que decir que sí cuando es no, y no cuando es sí, y no sé cuando sí sabe.

Y argumenta el abogado, impaciente, que es una estrategia, pretendemos encaminar a la otra parte hacia una negociación cuyos términos establezcamos nosotros mismos. Ruth le mira como quien acaba de ver a un toro de lidia tejiendo una bufanda, si será gilipollas que piensa negociar, no se ha enterado de que esta mujer es distinta a la que entró en su bufete hace un mes, que Ruth ha vuelto a nacer sosteniendo una manita de cinco años que le pide otro cuento con final feliz, ante una mirada amiga que le dijo sin palabras “nadie es más que tú”, y de aquel alumbramiento vino al mundo la que ahora alza la voz, ¡y una mierda!, así, tal cual.

Se niega contemplar la más minúscula posibilidad de negociar nada con nadie, ahora piensa llegar hasta el final, así que este ha sido el último consejo de su abogado, que almidone la toga para mejor ocasión, que saque del maletín todos los papeles donde ponga Ruth Ramírez, los queme, sople las cenizas y se olvide de ella.

El letrado se va con la bolsa larga de percha, el maletín de piel y su orgullo de jurista de mejores pleitos, apenas dos segundos antes de que llamen a sala.

Una por una, las respuestas de Ruth van desmoronando el armazón de la falsa denuncia que aquel desalmado egocéntrico, junto a su abogada con taxímetro, querían convertir en presidio, pero el juez, que sí lo era esta vez, ha identificado sinceridades y embustes, las ha separado, esta verdad aquí, esta mentira allá, y ahora Ruth sostiene en su mano una sentencia favorable, qué digo favorable, maravillosa, un triunfo propio para quien tan solo ha necesitado verdades, una manita de cinco años y una mirada que le dijo lo que necesitaba escuchar para escribir su propio cuento con final feliz.



Juan, diciembre de 2013

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