"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 15 de noviembre de 2013

EL MURO DE HIELO


Tengo la sensación de que esta vez sí, esta vez salgo por esa puerta ingrávido, esta vez el techo será mi último cielo, como los cables y los tubos son mi infierno. Ya he perdido la cuenta de los días que llevo confinado aquí, envuelto en sábanas tan ásperas que ni recién cambiadas tienen algo de humildad en el tacto.

Creo que esta vez me voy del todo, definitivamente, y mis zapatillas regresarán a casa en una bolsa de plástico, en el mejor de los casos, o acabarán en un contenedor incluso antes de que mi familia y mis amigos se acomoden cerca de mi féretro, algunos sin siquiera mirarlo, para reencontrarse después de algunos años, contarse chistes, tomar café con pastas y llorar unos segundos en cada visita.

Ha venido Emilia a verme. Hace días que se sienta junto a la cama, toma mi mano y me susurra algunos recuerdos de infancia, de su primera juventud, nunca más allá, ninguno alcanza la edad de los desencuentros. Emilia, tan libre, tan orgullosa, tan distante, jamás necesitó de mí, andurreó por el mundo con paso firme, alcanzó la estabilidad y se desentendió de los vínculos de consanguinidad pasados.

Emilia construyó su propia familia y en ella volcó sus energías, su tiempo, su amor, y me arrinconó. Ahora intenta recordarme lo que no he olvidado, cuando debería de aclararme por qué desertó de su cuna, por qué sus llamadas fueron escasas y breves, sus visitas pobres y frías.

No me ha permitido disfrutar de la infancia de mis nietas, entre dos navidades se han hecho mujeres, entre dos cumpleaños dejaron de creer en la magia. Apenas sé de sus vidas, ¿cuál es su comida favorita?, ¿les gusta lo que estudian?, ¿practican algún deporte? En el muro que levantó Emilia no dejó ninguna puertecita a través de la que mis nietas pudiesen llegar hasta mí. Justificará que no vengan a verme al hospital con aquello de que son demasiado jóvenes para ver a su abuelo moribundo, como antes justificaba que no me llamasen por teléfono porque ya eran demasiado mayores para obligarlas. Qué relativas son las excusas.

Sofía es diferente a Emilia, jamás rompió los lazos que nos unen, necesita de mí como yo de ella, es quien ha estado pendiente de cada uno de mis estornudos, de cada consulta con el especialista, de los avances y las recaídas. Sofía fundó una familia, pero no me excluyó, seguí formando parte de su vida, he gozado de su tiempo y sufrido sus malos momentos, como cuando se divorció de aquel patán. He visto cambiar a mi nieto día a día, celebrado sus goles los sábados, y me he sentado con él a devorar un plato de huevos con salchichas, su comida preferida.

No, Sofía no borró mi nombre del listín, no arrancó de la agenda las señas de mi casa, que siempre será la suya, pero Emilia se marchó con prisas, parece que huyó de su pasado, un pasado donde nos dejó a su hermana, a su difunta madre y a mí.

Ahora, cuando apenas me resta vida para otro amanecer, querría perdonar su desapego, pero entre los recuerdos que me susurra al oído no he escuchado algo tan sencillo como “lo siento”. Ni siquiera sus lágrimas, sinceras y tardías, son capaces de atravesar este muro de hielo.



Tiene la mano cada vez más fría, la máquina no calienta el aire que le llega tibio a los pulmones, su sangre circula con oxígeno del tiempo, y estamos en noviembre.

Son ya varios días los que lleva en este cruce de caminos, una espera de sufrimiento innecesario. Los médicos dicen que nada pueden hacer por su vida, ni tampoco por su muerte.

En este tránsito de la una a la otra, quiero estar presente, hacerle recordar que yo también soy hija suya, que hace un sinfín de años tuvo dos niñas gateando por la alfombra, cuatro trenzas enredadas, veinte deditos toqueteándolo todo. Ahora trato de acomodarme en su memoria mientras le voy narrando los recuerdos más amables que conservo junto a él, los de mi infancia y mi adolescencia.

He querido entenderlo, justificarlo incluso, pero los argumentos se me deshacen con el simple roce de una lágrima. Ni rebelde, ni egoísta, ni insensible, solamente crecí como una mujer independiente, sin dejarme maniatar por el chantaje afectivo. Siempre quise a mi padre, pero en su corazón colgaba un cartel que rezaba “aforo completo” cada vez que quise acercarme. Era Sofía quien acaparaba las atenciones, los méritos, los desvelos.

Aunque el eco perdurase años, no podría escuchar el sonido de una fractura que no existe. ¿Dónde está la discusión que trajo la escarcha?, ¿dónde hay un desafío, un desplante, una refriega vital quebrando el cariño trazado en la línea del árbol genealógico? No los hay, no existen disputas más allá de un “deja que decida por mí misma”. Mamá era sus pies y sus manos, su provisión de ternura y sensatez. Pero ella se marchó y yo no quise heredar ese papel. Sofía aceptó el legado con gusto y no por ello es más mujer, ni yo lo soy menos por anhelar una vida plena. Estudié, encontré un buen trabajo, conocí mundo y el mundo me presentó a mi marido, un hombre carente de firmeza, lleno de dudas y modelado con la materia de la que están hechos los sueños, pero generoso y vital, a cuyo amor me aferré para, juntos, plantar los pies en el suelo. Traje al mundo a mis hijas y su llegada enriqueció mi condición femenina por completo, se intensificaron mis sentidos y en ellas volqué, vuelco y seguiré volcando todas mis energías, mi tiempo y mis ilusiones de forma equitativa, sin más distinción que sus propias singularidades. Por eso, como madre, no comprendo a mi padre.

Nunca eludí mis responsabilidades de hija. Bien sabe él que no es la primera vez que se me duermen las piernas sentada en la silla de un hospital, con el codo sobre la cama, tomando su mano, incluso algunas lo sobrellevé en solitario, sin hermana que me relevara o me trajese un bocadillo de la cafetería. Pero siempre que he tratado de acercarme al corazón de mi padre, he vuelto a darme de bruces con el maldito cartel.

Por eso dejé de intentarlo, más como mecanismo de defensa que por falta de perseverancia o sensibilidad. Es doloroso reposar el corazón sobre las aristas de cariños inciertos, por eso decidí que era más saludable llorar sobre una línea plana. Dejé de engañarme con la lunática esperanza de que un día, en algún momento, mi padre llegase a percibir mi presencia y, aun entre dientes, mascullase algo sencillo, bastaría con un simple “lo siento”, por el olvido, por la desidia, por degradarme de princesa destronada a proscrita, por inclinar la balanza tan ostensiblemente que el cuento de los celos suena ridículo, por pensar que mi libertad era sinónimo de no necesitarle. 




Juan, noviembre de 2013

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