"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 15 de noviembre de 2013

LA CESTA


Mi niñez más lejana, cuando apenas guardo memoria de la edad, se reparte entre la cocina de hierro negro de un piso sin pasillo, muy cerca del cementerio más grande de Madrid, y el hermoso limonero del patio de la casa de Córdoba, lleno de geranios y suelo de mármol blanco.

Del uno al otro debí de andar una larga temporada en la que se entremezclan mis propios recuerdos con los que solo me han contado y que, a fuerza de escucharlos, casi me parece haber vivido.

Al cabo de unos años de trasiego, asenté mi infancia y emprendí el crecimiento, hará ya unos treinta y dos años, semana más, semana menos, exactamente en el mismo piso donde mis hijos llevan viviendo desde que nacieron.

Mi padre creyó hasta el mismo día de su muerte que mi atravesada forma de nacer, asomando los pies antes que la cabeza, era un signo de buena suerte en lugar de un preludio de mi carácter timorato. Tanta fe tenía en ello que cada viernes, como inexcusable obligación desde los siete años, yo tenía que cruzar la calle hasta una pequeña construcción de ladrillo, poco más amplia que un kiosco de prensa, para echar la quiniela de fútbol de la peña que mi padre tenía organizada en el taller donde trabajaba como ebanista.

La ventaja de ser portador de la suerte era que jamás tuve que vender una sola papeleta de esas que solían darnos en el colegio para financiar excursiones u otras actividades. Mi padre y su convicción siempre me compraban el taco entero, daba igual cuántas fuesen y su precio, él se quedaba con todas las papeletas, algo que yo intuía no era del agrado de mi madre, menos crédula en cuestiones de fortuna.

A mediados de un mes de septiembre comencé a asistir a una academia de mecanografía. Aquel primer contacto con la máquina de escribir no fue fácil. Yo tenía once años, las teclas estaban demasiado separadas para mis pequeños dedos y, a menudo, se colaban entre la a y la s, o entre la tilde y la ñ, haciéndome sangrar las cutículas.

Mi máquina era de pesadas teclas, rematadas con cristal sobre un fondo negro, las letras en blanco y borde dorado. Parecía haber salido de algún museo, comparada con las que casi todas mis compañeras utilizaban. Los carros de sus máquinas eran más ligeros que el mío, ya con el timbre apagado y la palanca dislocada.

Era un suplicio escribir mirando solo al texto que copiaba, sin poder deslizar la vista hacia las teclas bajo pena de recibir un pescozón o de pasar el resto de la clase con los ojos vendados, estampando en el papel letras y letras organizadas en el mismo orden, o frases aprendidas de memoria, formando columnas perfectas. A menudo se colaba alguna letra intrusa en mitad del blanco pasillo, entre esas columnas, y el profesor torcía el gesto. Aquel tormento fue el precio que pagué por la habilidad de escribir sin mirar al teclado, algo que, seis años después, me facilitó mucho el trabajo como auxiliar administrativo.

Jamás olvidaré el sonido pastoso de aquellas máquinas, cuyas teclas aporreábamos con el ímpetu de la juventud y la exigencia de imprimir las letras en el papel mediante un sistema mecánico basado en la fuerza, nada que ver con los suaves teclados de los ordenadores que ahora casi todo el mundo maneja, aunque escriban solo con los índices y no levanten la vista de las teclas.

Acercándose las fiestas, el dueño de la academia decidió sortear una cesta de Navidad mediante la venta de papeletas que, como era costumbre, repartió entre todos nosotros, sin opción a rechistar. Claro que no iba a ser yo quien lo hiciera, convencido de que no tendría que llamar a ningún timbre ajeno para venderlas.

No recuerdo cuántas nos dieron a cada uno, pero al ver la inabarcable cesta en el vestíbulo de la academia, envuelta en papel transparente, mostrando sus tres pisos de mimbre repletos de turrones, vinos, licores, embutidos, un jamón, latas de espárragos y de berberechos, frutas escarchadas, chocolates y toda suerte de dulces navideños, me pesó en el bolsillo aquel talonario. Imaginé a mi padre escarbando en su monedero para completar el precio de todas las papeletas.

Esa misma noche, escondidos tras la puerta entornada del dormitorio, mi padre me fue dando billetes, monedas y morrallilla, como llamaba a las de menos valor. Completó el importe del talonario mirando de reojo al pasillo, no fuese a aparecer mi madre en plena flaqueza.

Quise soñar aquella noche con la cesta en mitad del comedor de casa, sus tres pisos abarrotados, un lazo cerrando el papel transparente en lo más alto, mientras mirábamos su contenido, sin tocarlo, como si quisiéramos disfrutar de ella así, intacta, un trofeo que no debía ser profanado en nombre de la gula. Quise soñar la sonrisa de mi padre, feliz por ver confirmadas sus sospechas sobre mi buena suerte; la mirada de mi madre, a medio camino entre la funcionalidad de tanta comida y la frustración de tener que darle la razón.

Lo positivo vence a lo negativo, lo bueno prevalece sobre lo malo, eso al menos es lo que había leído en los libros y visto en el cine, pero no en la vida real. Hasta entonces.

Fue la primera o segunda tarde de invierno, rodeando el brasero del comedor, cuando mi padre comprobó todos y cada uno de los números de lotería que llevaba para el sorteo de Navidad. Comenzó, como hacía siempre, de los que más dinero jugaba a los que menos, hasta llegar a las rifas, sin que le hubiera tocado ni una mísera pedrea. Fue esa primera o segunda tarde de invierno cuando abrió la boca y los ojos sobresaltado, mientras sujetaba el taco con las papeletas de la academia de mecanografía.

En casa nunca llegamos a tener coche, ni siquiera mi padre tenía carné de conducir, así que tuvimos que recorrer el kilómetro largo que hay desde mi casa hasta la academia en dos ocasiones, porque ni con el carro de la compra y bolsas en cada mano fuimos capaces de llevar de una sola vez todo el contenido de la cesta y subirlo hasta el tercero, sin ascensor, donde yo, desde que estoy casado, me siento las primeras o segundas tardes de invierno a comprobar si la fe de mi padre en mi buena suerte continúa tan viva como él lo está en mí.



Juan, octubre de 2013

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