"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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jueves, 19 de septiembre de 2013

LA CARTERA

Uno se precia de cuidadoso, de ordenado, de metódico, de esmerarse en tener controladas sus cosas, de no olvidarse nada en ningún sitio y un día, tal que anteayer, va al cajero automático y regresa con el dinero, pero sin la cartera.

Recapitulemos: sale la tarjeta de la ranura del cajero, entra en la cartera, la cartera va al bolsillo izquierdo junto al móvil, el dinero al bolsillo derecho con las llaves de casa, las llaves del coche siguen en la mano y solo hay que conducir de vuelta. Desalojo de bolsillos sobre la encimera de la cocina (mala elección, lo reconozco) para demostrar que la misión ha sido un éxito. Aquí está el dinero. Lo demás es mío, los dos juegos de llaves, el teléfono... ¿y la cartera?

Ya ha anochecido lo suficiente como para que una cartera negra sobre una tapicería gris oscurísima no sea fácil de ver. Linterna en mano, bajo al coche a buscarla. Asientos, alfombrillas, puertas, cambio de marchas, salpicadero, nada, no está. Tal vez el móvil ha querido hacerse dueño del bolsillo izquierdo y ha empujado a la cartera y, al abrir la puerta del coche, ha ido a dar contra el suelo. Como el coche está aparcado en batería (en pila, decía mi hijo de pequeño), me agacho con la linterna por mi lado e incluso por el otro, no sea que la cartera sepa reptar. Nada, no encuentro nada.

Hagamos el camino del coche a casa con la linterna encendida, husmeando el rastro que hace unos minutos dejé confiado en llevarlo todo. Como un ladronzuelo nocturno, enfoco rincones, bordillos, jardines y el portal entero. Subo a casa y entro con la linterna, como si nos hubieran cortado la luz. Nada.

¿Y si se quedó en el cajero? ¿Y si cayó al suelo empujada por el celoso móvil, pero no al bajar del coche, sino al subir en él? Conduzco de nuevo hasta el cajero sin olvidar la linterna. Ni en broma, era ridículo pensar que estaría esperándome en plena calle y en un lugar tan visitado. De nuevo reviso el suelo, debajo de los coches, uno por uno, metro a metro, desde donde recuerdo haber aparcado hasta donde creo que puede haber llegado la cartera arrastrándose como una lombriz. Nada.

Con las manos vacías y un cabreo de época (entended que el metódico acaba de perder algo importante), aparco el coche unos veinte metros más allá de donde lo había dejado antes, lugar que ahora ocupa un brillante todoterreno negro con la rueda delantera derecha subida a la acera. Entro en casa removiendo las cortinas con la respiración y me sirvo de las atentas señoritas que anulan mis dos tarjetas bancarias para empezar a sosegarme, lo que consigue definitivamente mi adorable y paciente Montse. Venga, andando a comisaría a denunciar el extravío del DNI, la tarjeta de la empresa, la del médico, la de la biblioteca, la del dentista, la del Ikea, la del Declathon, dos fotos de mis hijos y un metrobús con seis viajes. El policía de la puerta nos niega muy amablemente la posibilidad de denunciar, pues todos sus compañeros están ocupados en un asunto complicado que les trae de cabeza. Nos recomienda ir a otra comisaría o volver mañana pronto y, de paso, si llevo dos fotografías y espero en la fila, puedo salir de allí con el nuevo DNI en la mano. Nada. Quiero decir que nos vamos a casa, no vayan a regresar los niños de la piscina mientras andamos por ahí, de comisaría en comisaría, que las criaturas no tienen llaves.

Paso la noche inquieto, yendo y viniendo mentalmente del cajero a casa y de casa al cajero, mirando al suelo en cada trayecto, tratando de recordar algo que no sé lo que puede ser. De madrugada se me ocurre que alguien puede haber echado al buzón mi cartera. Sería extraño que lo hiciera en lugar de llamar a casa, pero a esas horas y en plena búsqueda virtual, cualquier pensamiento me sirve.

A las siete menos cinco de la mañana, antes de que suene el despertador, ya está Montse arreglándose, Lucas la espera. Me ofrezco a llevarla en coche. Primero dice que no, pero a mi segundo ofrecimiento acepta, no solo porque ya las noches se están comiendo a los días y aún está oscuro, sino porque ni el paracetamol ni el nolotil han podido con su dolor de cabeza.

Salimos de casa a las 7:30 en punto, buena hora. Pasamos por delante del coche negro cuya rueda sigue subida a la acera. Vuelvo a mirar al suelo, como si lo que anoche no vi pudiera verlo ahora. Nada.

Llegamos a nuestro coche y miro otra vez dentro, por inercia. Nada. Arranco y enfilo la avenida hacia El Pozo. Al pasar a la altura de donde hace medio minuto estaba el coche negro, me doy cuenta de que se ha ido, la plaza de aparcamiento está libre y, por la misma inercia que me mantiene mirando al suelo desde anoche, vuelvo a mirar y creo ver, no estoy seguro, algo en el suelo. Freno. Me pitan. “Imbécil”. Da igual. Bajo del coche, me acerco al hueco que dejó el coche negro y ahí esta. Mi cartera. Con marcas de neumáticos, sucia, completa, con la formalidad de mi foto de carné, mis hijos sonriendo y el metrobús con sus seis viajes.

Encontrarme una heladería en mitad del desierto de Gobi no me habría resultado tan insólito.

Entre otras cosas, pienso en la casualidad de que el coche negro se fuera exactamente un minuto antes de pasar yo con el mío; en que había aparcado en un lugar que me obligó a pasar por donde se me cayó la cartera; en que ese día tuviera que llevar a Montse en el coche; en que mi cartera haya pasado, como dice la canción de Amaral, “toda la noche en la calle”, a la puerta de un bar una noche de fútbol europeo y que nadie la haya cogido. Para que luego digan de mi barrio.

Por supuesto que también he pensado en mi futuro como buscador de tesoros. Nefasto. Miré debajo del coche con una linterna durante un buen rato y no vi una cartera que, al encontrarla, estaba más o menos por donde quedaba la puerta del conductor. Conclusión: mi cartera no sabe reptar y yo soy más torpe de lo que pensaba, pero mi padre estaba convencido de que haber nacido de pie me concedió el don de la buena suerte.

PD. Uno, que se precia de cuidadoso y metódico, regresa del trabajo y pasa mirando al suelo donde perdió la cartera después de haberla encontrado, como si fuese a aparecer de nuevo.


Juan, 19 de septiembre de 2013

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