"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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jueves, 4 de julio de 2013

LILAS Y VIOLETAS



Todo empezó aquí, ¿recuerdas?, y aquí termina todo. Estoy rodeada por un banco de almas que se amontonan en esta pecera fría donde el eco hace de agua. Es como entonces, solo cambian los colores de las escamas y el tono de las burbujas que se elevan en busca del cielo. Desde todos los rincones surgen frases deshilachadas, carentes de significado a fuerza de repetidas.

Cada vez que arranca ese runrún, pierdo el rastro de unos recuerdos para encontrarme con otros, y en ese trasiego me descubro en este mismo lugar, en otro asiento, con otro vestido de color opuesto al de ahora. Me sumerjo en el mismo acuario que entonces, cuando las burbujas estallaban de alegría y el sacro pavimento se convertía en un reseco arrozal.

Cesa el murmullo y habla el pez blanco, con rostro de besugo, moral de tiburón y que se mueve como una raya. Sus burbujas son siempre iguales, plomizas, hipócritas.

Ahora me viene a la memoria el día que salí de este pequeño y falso mar amurallado, soñando con una vida plena, divertida, de película de amor, una vida de dicha perpetua, de complicidades y largos besos a la luz de una vela, una vida de armoniosa sencillez. Con esa ilusión me adentré de tu mano en el mar sin límites, donde todo era belleza y excitación, lo nuevo y lo vivido se mezclaban en un cóctel de sensaciones, haciendo corrillo con planes y sueños que se acomodaban en mi mente hasta adquirir la forma de mi sonrisa y el brillo de mis ojos. Sueños que se reencarnaron en mi vientre para traer algo de ternura a mi mundo, un mundo cada vez más pequeño y anubarrado.

Planes y sueños comenzaron a enquistarse mucho antes de germinar en rutina, y es que la verdadera rutina fue oscureciendo el brillo de mis ilusiones.

El espejo empezó a devolverme un fulgor cada vez más desvaído, eludía reflejar mi sonrisa, emborronándola con una mueca mortecina, en un tono sepia enfermizo, sin encanto. Hubo mañanas en las que no me atrevía a mirar aquel rostro desencuadernado que, con demasiada frecuencia, lucía lilas y violetas sin pistilos. A veces, incluso alguna orquídea negra.

Un nuevo murmullo de burbujas, de palabras rumiadas con desidia, me trae de regreso aquí. Escucho las miradas de familiares, amigos, fisgones, amén de la fauna autóctona de esta pecera. Veo las palabras esponjosas y huecas, pomposas, recitadas de memoria, patrañas nacidas de cualquier órgano distinto del corazón.

El sonsonete viene ahora cargado de culpa, una culpa de museo, un falso ornamento. Ya no me reconozco en el espejo y lleno mis pulmones en un hipo turbio, inspirando culpas y expirando resignación. Me asomo al cuarto de las niñas. Sus párpados, sus manos, sus cabellos rizados permanecen inmóviles. Duermen ajenas al repiqueteo de la máquina de pintar lilas y violetas y alguna orquídea negra.

Me asomo a darles un beso las noches en que mis burbujas llevan al cielo palabras de agradecimiento porque tú estás tranquilo, y ruego para que sigas así. Me asomo desde el quicio de la puerta, sin besos, cuando en mi piel despuntan ya las flores violadas.

El rumor que ahora suena es breve y no me aleja de la habitación de mis hijas, sigo en ella, vivo en ella, con una maleta que aspira a fugarse con nosotras a cualquier lugar lejano. No, más que eso, a algún lugar desconocido, sin contorno en los mapas.

Espera la maleta su turno y poco le falta para salirse con la suya en una ocasión. Las bisagras de la puerta dieron la voz de alarma, las niñas corrieron a su camas, la maleta rodó escaleras abajo y yo regresé pronto al espejo, a desdibujar lilas y violetas y alguna orquídea negra, flores delatoras.

Este nuevo soniquete de la pecera es como el de la campana extractora de la cocina, tediosa, moribunda. Sartén en mano, trato de imaginar el sonido del antiadherente contra tu cráneo. Al picar las verduras, pienso si la cebolla y el pimiento son tan fáciles de cortar como tu abdomen. Mientras hago el sofrito, fantaseo con el aceite hirviente achicharrando tu epidermis y tu impiedad, friendo tus nudillos para que no vuelvan a estampar flores lilas y violetas, y alguna orquídea negra, sobre el cuerpo de la desconocida que hay en el espejo del baño.

De la cocina y sus vengativos utensilios me saca el silencio, la despedida del besugo, el murmullo espontáneo y los pasos que resuenan tras de mí, pasos que se acercan. Hace doce años nos esperaban fuera de esta pecera de piedra, bóveda y crucero, nos felicitaron y acompañaron a comer, a beber, a bailar. Hoy espero una hilera de pésames, de excusas para salir despavoridos hacia el amparo de sus propias vidas, para sacudirse el polvo de la simulada pena y la mal representada compasión, no vaya a ser que la viuda y sus pequeñas necesiten algo más que un “lo siento” y unas palmaditas en el hombro.

Y entre ambas visitas a la pecera, entre la fiesta y el duelo, ¿dónde estaban todos esos peces que tan felices reían entonces y tan compungidos quieren parecer ahora? ¿Dónde estaban en plena floración de mi cuerpo? ¿Dónde estaban durante aquellos meses enteros en los que nada sabían de mí? ¿Dónde estaban cuando el ondulado pelo de mis hijas se maceraba en llanto bajo las sábanas, deseando no escuchar aquellos golpes? A saber dónde estarán mañana, o esta misma tarde.

Ya ni escucho el rechinar de las fraudulentas palabras de consuelo. Miro a quien está frente a mí como si fuese transparente. Regreso a la puerta de mi casa, entre dos policías sobrecogidos por mi silencio. Las niñas están en un cumpleaños, bendito azar. No podría mantener la compostura en su presencia. No podría.

Con ellas en casa, se habrían desatado todos esos sentimientos que llevo hechos un ovillo en el estómago, enredados a las células muertas de tantas flores lilas y violetas, y de alguna orquídea negra. No sería capaz de contenerme, las abrazaría como nunca las he abrazado, llorando como nunca he llorado.

El policía más joven toma mi muñeca izquierda con aprensión. Debe de ser nuevo en el cuerpo, está aún por curtir, no tiene callo en el corazón. Toma también mi muñeca derecha, las junta, las aprieta con suavidad, y sin atreverse a mirarme a los ojos, dice “lo siento, todo fue muy rápido, no le dio tiempo a sufrir, falleció en el acto”.

Qué suerte, estuve a punto de decir, qué suerte que no le diera tiempo a sufrir. Un despiste, un error, una imprudencia, lo que quiera que haya sido. La moto por un lado y él por otro. Al desguace con los dos. Si el policía supiese lo que acabo de pensar, habría cambiado su concepto de lo que significa informar de un fallecimiento a la familia del finado.

Qué suerte, creo que dije en un hilo de voz, con lágrimas a punto de nieve. No tuvo tiempo de sufrir. Quise acercarme al espejo del baño, para ver si habían cambiado ya a la mujer triste que solía mostrarme sus flores violadas y regar de lágrimas una sonrisa, pero era demasiado pronto aún, los cardenales suelen ser muy longevos.

Qué suerte, casi digo ahora, en pie, escuchando un manida condolencia frente al mismo altar donde hace doce años prometiste respetarme y cuidarme. Tan solo una parte de aquellas promesas has cumplido: hasta que la muerte nos separe.

Qué suerte, pensé al compás del murmullo lastimero, qué suerte disponer de huesos de acero inoxidable, de la templanza de un guardia londinense, de plaquetas eficaces en la sangre, que suerte carecer de valor entre sartenes, cuchillos y aceite hirviendo. Qué suerte que la señora de la guadaña hiciese su lista por orden alfabético, y es que “Álvarez” viene antes que “Martínez”.

Ya ves, ahora las flores son para ti, vas rodeado de ellas aunque no las puedas ver, ni oler, aunque no conozcas sus nombres ni identifiques sus colores. Puedes estar tranquilo, voy a ayudarte. Antes de la primera palada de la tierra que te va a cubrir para siempre, quiero poner un ramillete de flores sobre tu caja, nada ostentoso, apenas unas pocas flores de esas que tanto te gustaba regalarme, lilas y violetas y alguna orquídea negra.




Juan Moyano Tórtola, junio de 2013
Taller de escritura.

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