"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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jueves, 4 de julio de 2013

VLADIMIR CONDENADO


Vladimir tiene por apellidos el número 205820 que lleva cosido en su ropa de presidiario. A través de los barrotes que dan a la calle puede ver el color gris. Tras los otros barrotes, los que dan al pasillo de su galería, el camino sin horizonte, una vida eterna de desnutrición y gente agria. Treinta años de condena. Lleva mucho tiempo allí y solo han pasado seis meses. No duerme bien, no come bien, no recuerda bien.

Tiene que esforzarse por entender la mala letra de la memoria. Miércoles, día nublado en Kiev, amenaza de frío. Vladimir sale de su casa y abre la puerta del garaje. Arranca su coche azul, limpia el cristal con un trapo y conduce hacia la fábrica. La radio no existe, ni el teléfono móvil, ni el tráfico. Solo las preocupaciones que ocupan su mente: problemas en la empresa, problemas con su mujer, problemas con su banco, problemas con la próstata.

No existe el tráfico porque sus ojos andan vueltos hacia esos problemas. Regresan a su posición natural demasiado tarde. El pie de Vladimir pisó el freno, la boca de Vladimir gritó sin pronunciar sonido alguno, el cuerpo de Vladimir salió del coche y se quedó mirando al suelo. La postura del soldado que yacía en el asfalto parecía incompatible con la vida. Eso dirían los médicos. Vladimir mira el morro de su coche, deseando que el golpe que le ha hecho frenar no tenga nada que ver con es imagen. Pero no hay evidencia más horrible que el símbolo de la marca de su vehículo clavado en el cuerpo sin vida del militar.

El tiempo se detuvo entonces, sopló en forma de viento a través de la cabeza de Vladimir, entrando por sus oídos sin pasar por los pulmones, hasta salir por la espalda, erizando la piel que escuchó los gritos de asesino de una viuda de militar sin guerra, el llanto sumiso de una viuda de empresario condenado a treinta años por atentado contra la autoridad, homicidio imprudente. No pudo escuchar la sentencia porque sus pulmones necesitaban todo el aire disponible para funcionar, incluso el que producían las cuerdas vocales del juez, el innecesario mazo y el ventilador apagado.

Otro día más en la prisión. Ya solo le faltan unos diez mil días como éste que ahora nace, grisáceo, repetido, insolvente.

Sin más motivo que su pena, llora. Sin más fe que la soledad, reza. Y reza de verdad, con las manos quietas y el corazón de rodillas, reza pidiendo despertar de la pesadilla, reza rogando dormir diez mil días, reza entre lágrimas por la oportunidad de resucitar dos vidas: la del joven soldado que atropelló y la del Vladimir que murió un día del que ya no le quedan noticias.

Tan fuerte lloró y tanto sentimiento iba derramando sobre el apestoso jergón de su celda, que un piadoso arrepentimiento moral hizo a sus venas cambiar el sentido de la circulación, comenzó a latir del revés, a soñar hacia atrás, dando saltos y piruetas con los recuerdos malos y buenos.

Despertó en un charco de lágrimas. Su almohada blanca empapada en tristes sales, sus sábanas de suave raso húmedas de sudor amargo, el cabello de su esposa, lacio y ámbar, el reloj de la mesilla espantando al sueño. No hay barrotes entre Vladimir y el cielo plomizo de Kiev, ni golpes metálicos, no hay pasillo con sonidos huecos. Cortinas, moqueta, baño, óleos, su traje de los miércoles. Todo en su sitio, como aquel día.

Vamos, Vladimir, aprovecha la ocasión de dormir sin chinches, de pasear cuando quieras, comer en porcelana, bañarte con espumas afrodisíacas, besar a quien ya no besabas, trabajar, luchar, amar, cocinar, perdonar y olvidar. Vivir, Vladimir.

Bajo el cicatero cielo de Kiev, Vladimir trata de aprovechar el día, desandar los pasos que le llevaron a la maloliente celda de la prisión de Lukyanivska, pasando frente a la puerta del garaje donde su coche quedará inerte hasta mejor ocasión.

Camina en plena sonrisa, disfruta a pulmón abierto de un aire libre de miedo, el aire que no le traerá el ulular de las ambulancias mientras mira el cuerpo del soldado con la marca de su coche clavada. Camina sin prisas, seguro de la libertad que le llegó entre lágrimas destiladas de oraciones sombrías. Camina, casi flota Vladimir.

En la esquina de la decimocuarta manzana, la de la gran avenida, ve al soldado joven, alto, erguido, parado entre dos carriles sin el más mínimo sentido de la prudencia. Le grita, ¡eh, tú, no cruces así!, pero el militar solo escucha el rock envolvente de su mp3. Vladimir suelta el maletín y hace imperiosos gestos con los brazos para que no cruce esa calle, a esa hora no, en esa esquina no, ese miércoles no.

Un coche azul circula demasiado rápido. El soldado está mirando al frente, a la espera de espacio entre dos vehículos para cruzar ese carril y no ve el coche que se le echa encima, que le tumbará en el asfalto hecho un monigote. Hoy no, dice Vladimir en voz alta, hoy no, y echa a correr sin mirar, le pitan los claxon, pero corre, corre, y llega hasta el soldado imprudente justo a tiempo de empujarle para que no le atropelle el coche azul, ese coche que ya ha frenado a menos de dos centímetros de donde ahora está Vladimir, en pie, mirando al suelo, sin habla, sin sangre, porque toda está en el asfalto, alrededor de lo que fue un soldado y ahora es un cadáver mal dispuesto en el pavimento.

Un autobús no pudo frenar a tiempo y se llevó la vida del soldado al que un tipo de abrigo negro empujó bajo sus ruedas.

Atentado contra la autoridad, asesinato con alevosía, cadena perpetua, Vladimir, olvídate del raso y acostúmbrate a las chinches de Lukyanivska, los barrotes, la verdura podrida, los carceleros impunes, la soledad, el gris veteado del cielo de Kiev, bajo el que pasearás una hora diaria, en amplios círculos, con pasos cortos.

Vladimir, cuando se tiene una segunda oportunidad, no solo es preciso cambiar de medio de locomoción, Vladimir. Es necesario tomar otro camino.




Juan Moyano Tórtola, junio de 2013
Taller de escritura.

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