"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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domingo, 9 de junio de 2013

EL OLIVO

Este olivo se parece demasiado a mi país.


Dicen que todos los caminos conducen a Roma, pero si vives de la tierra y anclado a ella, pegado a un camino, da igual hacia donde se dirijan los caminantes con tal de que dejen una impronta amable a su paso.

Estas son las vivencias de un olivo que nació junto al camino, el legado de un camino que pasa junto a mi olivo. Ambos se recuecen bajo el mismo sol desde hace tanto tiempo que no hay memoria lo suficientemente longeva que lo pueda documentar. En realidad, no se trata de una historia, sino de fragmentos, o quizá debería de decir jirones.

Ignoremos el calendario y ciñámonos a los hechos, olvidemos el cuándo y demos paso al qué y al quién. El por qué no es fácil de entender. El dónde ya fue dicho: junto a un olivo, a la vera del camino.

La sabia se le escapa a chorros a través de heridas que no son suyas. En su tronco no hay corazones tallados entre dos iniciales, el vareo no daña sus fuertes extremidades, el fuego rondó iracundo la suave ladera donde vive, chamuscándole algunas ramas. El agua cae de tarde en tarde y, aún con menos frecuencia, fluye en furiosos torrentes que, en el peor de los casos, dejan a la vista las raíces menos profundas. El viento va y viene de Roma siguiendo el sentido que le place, exento de violencia, pero lleno de polvo.

Ese polvo lo comenzó a masticar mi olivo ya en su primera infancia, al paso de los rebaños en busca de pasto fresco que mordisqueaban sus tallos; y tembló al trote de las caballerías que encabezaban ejércitos infieles, pues todos los que pasaron por allí se acusaban mutuamente de serlo; y escuchó el rechinar de los carros transportando toda clase de materiales, de seres, de ausencias. El sol y el tiempo le iban concediendo altura y fuste, lo que le permitió disfrutar de cada ocaso y le libró de las dentelladas de las ovejas, aunque no fueron aquellos mordiscos los que le dañaron el alma.

Por delante de su tronco han desfilado corderos y lobos, amantes, ermitaños, soldados de fe y de fortuna, campesinos, señoritingos, nobles innobles, caballos y borricos, despistados, fugitivos, suicidas sin vocación, desahuciados, ciclistas, ladrones, buscavidas, mercaderes, religiosos, artistas, esclavos y algún que otro guardia civil.

Aquel camino, llegase o no hasta Roma, sí alcanzaba una ciudad próxima hacia donde los ejércitos cristianos señalaron con sus espadas, camino del sur, y el sur devolvió a oleadas familias que huían de aquella cruz que no era suya. Tomaron por costumbre acudir junto al olivo, arrodillarse en dirección a un difuso sureste y orar a su dios. Una tarde, los alguaciles regaron el camino con la sangre de aquellos infelices orantes y dieron por concluido el rezo a golpe de espada, ocultándose tras los troncos más gruesos del olivar. Nada pudo hacer por evitarlo quien solo es capaz de mover sus ramas empujado por el viento.

Pasaron por aquel camino junto al olivo las grandes piedras que iban de la cantera al gótico, cañones, telas, aceite, maquinaria, lana, maderas, campanas, oro, agua bendita, todoterrenos, tizonas, turbantes, espuertas de aceitunas, herraduras, peroles, tocino y miel.

Y el paso de las edades fue regalando a mi olivo la corpulencia de un tronco repleto de anillos y de raíces juguetonas que se retorcían asomándose por entre las grietas de la seca tierra, y también tenía unas musculosas ramas para soportar el peso de los frutos y el hogar de aves con su prole de pequeños piadores, y hojas verdes y planas, aceradas y volanderas al aire de mayo. Su envergadura le hizo convertirse en un muy socorrido escondite de alimañas de entre cuatro y dos patas. Pero ni con todos aquellos atributos fue capaz de cortar el paso al napoleónico ejército de aquel Dupont que, camino de Alcolea, paseo ante unas preocupadas aceitunas ya acostumbradas al olor de la sangre que derrama el filo de la sinrazón.

Tanta opulencia convirtió el cuerpo de mi olivo en la garita de José María “El Tempranillo”, que a ratos sesteaba a la sombra antes de asaltar a los incautos. Su humeante trabuco dejó marcas en la corteza por el calor de los disparos. “¡Bájense del coche, señores, y todo cuanto de valor lleven encima, déjenlo junto a ese olivo!” Imprevisto y divertido cómplice de un bandolero. Aún quedan monedas semienterradas que el descuido y las prisas hicieron caer de los botines.

Menudo susto aquella vez, cuando el silencio perdió su nombre en medio de una polvareda que rugía como mil fieras hambrientas. Pasaron una, dos, tres, no se sabe cuántas motocicletas despavoridas queriendo ser las primeras en alcanzar la gloria. Desde entonces, muchos más vehículos que animales han ido y venido de Roma.

No pasó a ser carretera el camino, pues nadie lo asfaltó jamás, permitiendo que el polvo siguiese bañando el cuerpo de mi olivo día tras día. Pero el camino no paraba nunca de mudar de un lado a otro de sus horizontes la pasión, la fe, sueños, temores, hambre, soledad, atrocidades, meriendas, traiciones, contrabando, venganzas, regresos y mucha fiesta.

El paso de las romerías dejaba el camino lleno de claveles, cacas de caballo y vasos de plástico vacíos, pero el rasgueo de guitarras, el eco de las palmas, de las risas, de las voces roncas entonando canciones alegres, hacían olvidar a todo el olivar cualquier penuria. De haber tenido articulaciones en las ramas, mi olivo se habría arrancado a palmear por sevillanas, seguidillas y tanguillos.

Como no las tenía, ni se unió a los festejos, ni pudo evitar crimen alguno, o al menos taparse los ojos para no ver a los asesinos descerrajando sus fusiles contra grupos de hombres que llegaban en camiones, asustados y convencidos de un destino que apenas podían creer. No tenía codos mi olivo para doblar sus ramas, taparse la nariz y escapar del olor a pólvora, para taparse los oídos y huir de aquellas detonaciones, aquellos gritos de horror, aquellas risas infames.

Esas son sus heridas, ajenas cuando las balas atravesaban piel de otros; propias hoy, porque su sabia circula impregnada de libertad, enverdeciendo sus hojas, desatando nudos de dolor enquistado en la madera. Y es que aquellos cuerpos que vaciaron de alma a tiros quedaron junto a las raíces de mi olivo, sepultados en una fosa, ocultos a la justicia, disfrazados de flores, de ramitas, de tallos verdes.

Y mi olivo solo pudo darles sombra, recuerdo y nutrirse del sacrificio despiadado, brutal y callado.

Hace algunos meses, con el esfuerzo que requiere la voluntad compartida, sobrehumano si se le quiere llamar así, mi olivo levantó una gruesa raíz justo donde la tierra había sido violentada a golpe de fusil y vaciada para esconder lo que todos sabían y nadie encontraba. Esa raíz se asomó a la luz y al aire señalando “es aquí, están aquí”.

Algún día tal vez recobre las fuerzas necesarias para que otra raíz haga lo mismo sin ser cercenada, como su hermana, por el hacha defensora de la desmemoria interesada, tirana y embustera.

Sí, algún día, pero me temo que las ramitas, hojas, raíces, tallos, sabia, nudos y surcos en la corteza que tiene mi olivo seguirán melancólicos e inmóviles a la vera del camino, viendo el ir y venir de los viajeros hacia Roma, el engorde de las desigualdades, el estirón de la miseria, la madurez de la barbarie, sin hacer nada, apenas movido por algunos vientos que, al tiempo que lo mecen, lo cubren de polvo.



Juan Moyano Tórtola, junio de 2013
Taller de escritura

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