"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

Vistas de página en total

martes, 28 de mayo de 2013

LAS MITADES VACÍAS

El suelo de la habitación está alfombrado de ropa colorida: blusas, vestidos, pantalones, leotardos, bufandas y un par de sombreros de fieltro que la mujer mira con detenimiento antes de introducir algunas de ellas, perfectamente dobladas, en la maleta rígida de color lila que hay sobre la cama. Ya está vacía su mitad del armario y sus cajones. Hasta las perchas vacías están tiradas por el suelo.
Con los pies descalzos patea la ropa hasta amontonarla en un rincón y abre los cajones de su mesilla de noche. Unas gafas de sol, un móvil, un pasaporte, una cartera con dinero y un billete de avión. Suelta las tres cajas de pastillas que acaba de coger. Se guarda el billete en el bolsillo derecho del abrigo y mete el dinero en el fondo de una mochila gris pequeña.
Vuelve a rebuscar en los cajones sin coger nada más. Con la mochila al hombro y la maleta en la mano, se sitúa en el centro del dormitorio, mirando alrededor. Aprieta los labios, cierra los ojos trémulos, deja sobre la cama un sobre cerrado y se va.
No han pasado ni dos horas cuando suena el teléfono en la comisaría:
     ¿Oiga? Páseme con el comisario, mi mujer se ha ido de casa.
     ¿Que se ha ido de casa? ¿Qué quiere decir? ¿Que se ha marchado de viaje, ha ido a ver a un familiar, ha huido con alguien? —contestan al otro lado de la línea, con voz pausada y mecánica.
     No, yo sé que se ha ido.
     ¿Cree que han podido secuestrarla, que la han sacado a la fuerza de casa?
     No, no, falta su maleta, su ropa y su pasaporte. Se ha ido al extranjero. ¡Dígale al comisario que manden a alguien al aeropuerto para detenerla!
     ¿Qué edad tiene su esposa?
     Veinticinco años, pero...
     ¿Ha dejado alguna nota? —interrumpe el policía.
     Sí. No, no lo sé, no ha dejado nada.
     ¿Está seguro?
     Se ha ido, tengo que encontrarla, joder, ¿es que no lo entiende?
     ¿Su nombre? —pregunta el policía, impasible.
     Rebeca.
     No, me refiero al de usted.
     Gorka.
     Escuche, Gorka, no podemos detener a su esposa así, por las buenas, no ha hecho nada. Busque por la casa a ver si ha dejado algún mensaje, espere a ver si le llama por teléfono, pregunte a sus familiares y amigos por si está con alguno ellos. Si en dos días no sabe nada ...
     ¿Cómo que dos días?  —interrumpió Gorka.
     Sí, cuarenta y ocho oras, es el tiempo ...
Gorka cuelga el teléfono inalámbrico y lo estampa contra el armario, al otro extremo del dormitorio, mientras sostiene la carta que Rebeca había dejado sobre la cama.


El aeropuerto está lleno de pasajeros desplazándose de un lado a otro, cargados de maletas y bolsas. Un grupo de estudiantes cierra la fila que lleva hasta el control de seguridad. Aún no han anunciado el embarque para el vuelo a Glasgow. Lejos, muy lejos, piensa Rebeca, tanto que el billete se ha comido casi todo el dinero ahorrado. Pero estará lejos, muy lejos.
La fila se mueve con lentitud, hay que despojarse de todos los efectos personales, vaciar bolsillos y bolsos. Algunos viajeros son obligados a quitarse los zapatos o el cinturón. Después se entretienen en poner cada cosa en su sitio, calzarse de nuevo, recoger los móviles, las carteras y protestar por los perfumes que no pueden pasar de allí.


Gorka paga el taxi y echa a correr. Busca las salidas internacionales. Si Rebeca ha cogido el pasaporte, no es para viajar a Barcelona. Irá más lejos, seguro que muy lejos. Con su inglés, a cualquier sitio. No puede permitirlo. La policía no quiere actuar, de modo que lo hará él, a su manera. Está fuera de sí.
Corre por los amplios pasillos, sorteando maletas y familias que se dicen adiós. Mostradores atestados de viajeros a punto de facturar sus equipajes se alargan por la terminal. Gorka aminora el paso para fijarse bien. Mira al mar de viajeros mientras camina a buen ritmo.
No ve a Rebeca por ningún lado. Corre por la zona sin mostradores y se acerca a una fila de control de seguridad. Sigue buscando mientras marca desde su móvil el número de la policía. Sin dejar de mirar a uno y otro lado, habla a la misma voz de antes.
     Escúcheme, estoy en el aeropuerto y no encuentro a mi mujer. ¿Puede decirle al comisario que dé aviso a seguridad para que la retengan en los controles? —dice Gorka.
     Gorka, ¿verdad?, ya le he dicho antes que no se puede hacer nada, su mujer es mayor de edad y salvo que haya cometido algún delito o sepa que va a cometerlo, no podemos detenerla.
     Solo quiero que la retengan hasta que llegue yo.
     Sí, le entiendo, pero es una ciudadana libre.
     ¡Usted no lo entiende! —grita Gorka— Mi mujer… —pero el policía le interrumpe, algo alterado.
     Es usted quien no lo entiende, Gorka, si su esposa le ha abandonado, si se ha ido tan lejos como piensa, tal vez tenga motivos para ello, y créame, empiezo a pensar que ha sido una buena decisión la suya.
La línea se queda en silencio. Gorka miró el móvil y luego la carta que Rebeca le dejó sobre la cama. Releyó la primera línea, miró por encima la segunda y volvió a doblar la hoja.


Rebeca está impaciente por subir al avión. Teme que Gorka vaya a buscarla, que la encuentre demasiado pronto, sin tiempo de llegar a su destino. En la carta le ha escrito tantas cosas, tantas verdades, sus sentimientos más ocultos. Pero teme otra reacción violenta. Se sobresalta el recordar los hematomas en sus muñecas.
Puerta 12, Glasgow, embarque inmediato. Se levanta del asiento y arrastra la maleta hacia el pequeño mostrador donde una joven de blusa blanca y gorrito azul va recogiendo los billetes. Hay unas quince personas delante, pero ha evitado al grupo de estudiantes, que se queda rezagado. 
No deja de mirar hacia atrás a cada momento. Diez personas. Ocho. Cuatro. Ya le entrega el billete. La joven lo mira y le indica con la mano que siga el pasillo blanco. Rebeca le pregunta:
     ¿Tardaremos mucho en despegar?
     En cuanto embarque todo el pasaje —contesta con una sonrisa.


Gorka ha recorrido todo el aeropuerto. Varias veces. Tiene la respiración agitada, los puños apretados. Ni rastro de Rebeca. Abre el móvil y vuelve a marcar el teléfono de la comisaría. Esta vez no contesta nadie.
Tenía que haberlo previsto, tenía que haberse dado cuenta de que podía ocurrir. Indicios, señales, pistas, como quieran llamarse. ¿Cómo ha estado tan ciego?
La tarde cedió el paso a la noche y el aeropuerto fue perdiendo vitalidad. Menos ruido, menos gente, menos luz. Gorka anduvo por la terminal despacio, con la carta en la mano. Sale al frío de la calle. El vaho de su propia respiración le empaña las gafas. Levanta la mano para llamar a un taxi y le da la dirección, calle de la fuente, número veintitrés.
Abre la puerta de la casa y va directamente al dormitorio. Revuelve los cajones de la mesilla en busca de algún papel, alguna factura, alguna nota más. Solo encuentra lo de siempre, ropa interior, calcetines y medias en los de abajo; documentos, relojes, termómetro. Y tres cajas de pastillas en el de arriba.  Dios, las tres cajas están intactas, Rebeca no se ha tomado ni una sola pastilla, le ha estado engañando de nuevo con el tratamiento, haciéndole creer que esta vez sí, esta vez seguiría escrupulosamente el tratamiento psiquiátrico.
Sin quitarse los zapatos, se tumba en la cama y mira el armario semivacío. Solo están sus camisas, sus pantalones, sus chaquetas. Parte de la ropa de Rebeca está amontonada en un rincón del cuarto, y la otra parte, a saber dónde está.


El avión da algunos bandazos antes de aterrizar. La pista está limpia, aunque a ambos lados hay nieve acumulada. No llueve, pero casi se puede masticar la humedad.
Rebeca recoge su maleta lila de la cinta y se dirige hacia la puerta a tomar un taxi. Al centro, le dice al taxista en un inglés bastante correcto.
En solo cinco minutos, Rebeca encuentra un hotel donde alojarse. Se registra con su nombre verdadero, Rebeca Uribe García. Sube a la 212. Sus pies descalzos recorren la moqueta de la habitación mientras vacía la maleta y va colgando vestidos en perchas, llenando los cajones con su ropa interior, pasando la mano sobre las finas arrugas que se han formado en algún pantalón.
Rebeca se sienta en la cama, frente al armario, con las puertas abiertas de par en par. Vendrá, piensa en voz alta, vendrá porque le he dicho exactamente dónde encontrarme.


El sol ya luce sin pereza sobre la ciudad, mientras Gorka toma un café. Tiene ojeras, la barba oscureciendo su rostro, la cabeza baja. Hace intención de llamar por teléfono, pero no marca ningún número. Se levanta de la silla de la cocina y se va.
Camina en la fría mañana, despacio, temeroso. Pasa junto a un parque, cruza casi sin mirar una avenida ancha y solitaria. Dos calles pequeñas a la izquierda, una a la derecha y llega a la entrada de la comisaría.
     ¿Dónde va? —pregunta el policía de la puerta.
     Tengo que hablar con el comisario.
Diez minutos más tarde, Gorka está sentado en una silla negra sin brazos, en el despacho del comisario Roberto Arsonier, un hombre delgado, con el pelo entrecano, traje oscuro y corbata de lunares. El comisario descuelga el teléfono.
     ¿Quién estaba ayer a cargo de la centralita? —unos segundos de silencio— ¿El nuevo? Que venga a mi despacho.
Cuando se abrió la puerta, entró un policía de uniforme, grueso y con cara de curiosidad. El comisario se dirige a él.
     Este señor es Gorka Erraiz. Ayer llamó por teléfono aquí avisando de la desaparición de su esposa.
     Sí, sí, lo recuerdo —dijo el recién llegado con cautela— llamó varias veces.
     Dice que usted no le quiso ayudar a encontrar a su esposa y que ahora puede estar en cualquier sitio —dijo el comisario.
     Me pareció que era más peligroso que se quedara con él —respondió el agente, envalentonado por el aspecto débil de Gorka, bajito, delgado, con gafas, compungido y en silencio— Sospeché de él cuando se contradijo al preguntarle si su esposa había dejado una nota antes de marcharse. Dijo que sí, luego que no, luego que no sabía…
      Esta es la carta que dejó mi mujer —dijo Gorka, mientras le acercaba al policía un sobre blanco en cuyo anverso se leía “Gorka” con letra pulcra y pequeña.
     Entonces sí que había nota, ¿verdad? ¿Por qué me dijo entonces que no?
     Léala, por favor —pidió Gorka.


Han llamado a la puerta de la habitación 212. Una vez, dos veces. Rebeca abre. Está discretamente maquillada, con el pelo rizado cayendo sobre sus hombros. Viste una escueta prenda de raso, de finos tirantes y encaje en los bordes. Su sonrisa infantil se nubla al abrir la puerta y sus pupilas parecen perderse en algún lugar extraño. La empleada del hotel se retira con un mullido “sorry” por el pasillo, en busca de la siguiente habitación.
Rebeca cierra la puerta y vuelve a sentarse frente al armario abierto. Sonríe de nuevo.
     Vendrá, tiene que venir, le he dejado bien explicado en la carta dónde encontrarme. Tiene que venir, siempre viene, Gorka siempre viene. Siempre.
La mitad el armario lleno de blusas, vestidos, faldas, pantalones, todo perfectamente colocado. La otra mitad, vacía. Dos cajones están llenos de ropa interior. Otros dos, sin nada.


El agente de policía abre el sobre, saca la carta doblada de su interior, la despliega y comienza a leer el texto, escrito a máquina. Entre línea y línea, mira a Gorka, luego al comisario, vuelve a la carta, y mira de nuevo a ambos.
     Es una broma, ¿verdad? —dice sin levantar ya la vista de la carta.
     No —dijo Gorka con la voz quebrada— no es ninguna broma.




La carta de Rebeca decía así:

asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh




Juan Moyano Tórtola, abril de 2013
Taller de escritura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario