El suelo de la
habitación está alfombrado de ropa colorida: blusas, vestidos, pantalones,
leotardos, bufandas y un par de sombreros de fieltro que la mujer mira con
detenimiento antes de introducir algunas de ellas, perfectamente dobladas, en
la maleta rígida de color lila que hay sobre la cama. Ya está vacía su mitad
del armario y sus cajones. Hasta las perchas vacías están tiradas por el suelo.
Con los pies
descalzos patea la ropa hasta amontonarla en un rincón y abre los cajones de su
mesilla de noche. Unas gafas de sol, un móvil, un pasaporte, una cartera con
dinero y un billete de avión. Suelta las tres cajas de pastillas que acaba de
coger. Se guarda el billete en el bolsillo derecho del abrigo y mete el dinero
en el fondo de una mochila gris pequeña.
Vuelve a
rebuscar en los cajones sin coger nada más. Con la mochila al hombro y la
maleta en la mano, se sitúa en el centro del dormitorio, mirando alrededor.
Aprieta los labios, cierra los ojos trémulos, deja sobre la cama un sobre
cerrado y se va.
No han pasado
ni dos horas cuando suena el teléfono en la comisaría:
— ¿Oiga?
Páseme con el comisario, mi mujer se ha ido de casa.
— ¿Que
se ha ido de casa? ¿Qué quiere decir? ¿Que se ha marchado de viaje, ha ido a
ver a un familiar, ha huido con alguien? —contestan al otro lado de la línea,
con voz pausada y mecánica.
— No,
yo sé que se ha ido.
— ¿Cree
que han podido secuestrarla, que la han sacado a la fuerza de casa?
— No,
no, falta su maleta, su ropa y su pasaporte. Se ha ido al extranjero. ¡Dígale
al comisario que manden a alguien al aeropuerto para detenerla!
— ¿Qué
edad tiene su esposa?
— Veinticinco
años, pero...
— ¿Ha
dejado alguna nota? —interrumpe el policía.
— Sí.
No, no lo sé, no ha dejado nada.
— ¿Está
seguro?
— Se
ha ido, tengo que encontrarla, joder, ¿es que no lo entiende?
— ¿Su
nombre? —pregunta el policía, impasible.
— Rebeca.
— No,
me refiero al de usted.
— Gorka.
— Escuche,
Gorka, no podemos detener a su esposa así, por las buenas, no ha hecho nada.
Busque por la casa a ver si ha dejado algún mensaje, espere a ver si le llama
por teléfono, pregunte a sus familiares y amigos por si está con alguno ellos.
Si en dos días no sabe nada ...
— ¿Cómo
que dos días? —interrumpió Gorka.
— Sí,
cuarenta y ocho oras, es el tiempo ...
Gorka cuelga el
teléfono inalámbrico y lo estampa contra el armario, al otro extremo del
dormitorio, mientras sostiene la carta que Rebeca había dejado sobre la cama.
El aeropuerto
está lleno de pasajeros desplazándose de un lado a otro, cargados de maletas y
bolsas. Un grupo de estudiantes cierra la fila que lleva hasta el control de
seguridad. Aún no han anunciado el embarque para el vuelo a Glasgow. Lejos, muy
lejos, piensa Rebeca, tanto que el billete se ha comido casi todo el dinero
ahorrado. Pero estará lejos, muy lejos.
La fila se mueve
con lentitud, hay que despojarse de todos los efectos personales, vaciar
bolsillos y bolsos. Algunos viajeros son obligados a quitarse los zapatos o el
cinturón. Después se entretienen en poner cada cosa en su sitio, calzarse de
nuevo, recoger los móviles, las carteras y protestar por los perfumes que no
pueden pasar de allí.
Gorka paga el
taxi y echa a correr. Busca las salidas internacionales. Si Rebeca ha cogido el
pasaporte, no es para viajar a Barcelona. Irá más lejos, seguro que muy lejos.
Con su inglés, a cualquier sitio. No puede permitirlo. La policía no quiere
actuar, de modo que lo hará él, a su manera. Está fuera de sí.
Corre por los
amplios pasillos, sorteando maletas y familias que se dicen adiós. Mostradores
atestados de viajeros a punto de facturar sus equipajes se alargan por la
terminal. Gorka aminora el paso para fijarse bien. Mira al mar de viajeros
mientras camina a buen ritmo.
No ve a Rebeca
por ningún lado. Corre por la zona sin mostradores y se acerca a una fila de
control de seguridad. Sigue buscando mientras marca desde su móvil el número de
la policía. Sin dejar de mirar a uno y otro lado, habla a la misma voz de
antes.
— Escúcheme,
estoy en el aeropuerto y no encuentro a mi mujer. ¿Puede decirle al comisario
que dé aviso a seguridad para que la retengan en los controles? —dice Gorka.
— Gorka,
¿verdad?, ya le he dicho antes que no se puede hacer nada, su mujer es mayor de
edad y salvo que haya cometido algún delito o sepa que va a cometerlo, no
podemos detenerla.
— Solo
quiero que la retengan hasta que llegue yo.
— Sí,
le entiendo, pero es una ciudadana libre.
— ¡Usted
no lo entiende! —grita Gorka— Mi mujer… —pero el policía le interrumpe, algo
alterado.
— Es
usted quien no lo entiende, Gorka, si su esposa le ha abandonado, si se ha ido tan
lejos como piensa, tal vez tenga motivos para ello, y créame, empiezo a pensar
que ha sido una buena decisión la suya.
La línea se
queda en silencio. Gorka miró el móvil y luego la carta que Rebeca le dejó
sobre la cama. Releyó la primera línea, miró por encima la segunda y volvió a
doblar la hoja.
Rebeca está
impaciente por subir al avión. Teme que Gorka vaya a buscarla, que la encuentre
demasiado pronto, sin tiempo de llegar a su destino. En la carta le ha escrito
tantas cosas, tantas verdades, sus sentimientos más ocultos. Pero teme otra
reacción violenta. Se sobresalta el recordar los hematomas en sus muñecas.
Puerta 12,
Glasgow, embarque inmediato. Se levanta del asiento y arrastra la maleta hacia
el pequeño mostrador donde una joven de blusa blanca y gorrito azul va
recogiendo los billetes. Hay unas quince personas delante, pero ha evitado al
grupo de estudiantes, que se queda rezagado.
No deja de
mirar hacia atrás a cada momento. Diez personas. Ocho. Cuatro. Ya le entrega el
billete. La joven lo mira y le indica con la mano que siga el pasillo blanco.
Rebeca le pregunta:
— ¿Tardaremos
mucho en despegar?
— En
cuanto embarque todo el pasaje —contesta con una sonrisa.
Gorka ha
recorrido todo el aeropuerto. Varias veces. Tiene la respiración agitada, los
puños apretados. Ni rastro de Rebeca. Abre el móvil y vuelve a marcar el
teléfono de la comisaría. Esta vez no contesta nadie.
Tenía que
haberlo previsto, tenía que haberse dado cuenta de que podía ocurrir. Indicios,
señales, pistas, como quieran llamarse. ¿Cómo ha estado tan ciego?
La tarde cedió
el paso a la noche y el aeropuerto fue perdiendo vitalidad. Menos ruido, menos
gente, menos luz. Gorka anduvo por la terminal despacio, con la carta en la
mano. Sale al frío de la calle. El vaho de su propia respiración le empaña las
gafas. Levanta la mano para llamar a un taxi y le da la dirección, calle de la
fuente, número veintitrés.
Abre la puerta
de la casa y va directamente al dormitorio. Revuelve los cajones de la mesilla
en busca de algún papel, alguna factura, alguna nota más. Solo encuentra lo de
siempre, ropa interior, calcetines y medias en los de abajo; documentos,
relojes, termómetro. Y tres cajas de pastillas en el de arriba. Dios, las tres cajas están intactas, Rebeca
no se ha tomado ni una sola pastilla, le ha estado engañando de nuevo con el
tratamiento, haciéndole creer que esta vez sí, esta vez seguiría
escrupulosamente el tratamiento psiquiátrico.
Sin quitarse
los zapatos, se tumba en la cama y mira el armario semivacío. Solo están sus
camisas, sus pantalones, sus chaquetas. Parte de la ropa de Rebeca está
amontonada en un rincón del cuarto, y la otra parte, a saber dónde está.
El avión da
algunos bandazos antes de aterrizar. La pista está limpia, aunque a ambos lados
hay nieve acumulada. No llueve, pero casi se puede masticar la humedad.
Rebeca recoge
su maleta lila de la cinta y se dirige hacia la puerta a tomar un taxi. Al
centro, le dice al taxista en un inglés bastante correcto.
En solo cinco
minutos, Rebeca encuentra un hotel donde alojarse. Se registra con su nombre
verdadero, Rebeca Uribe García. Sube a la 212. Sus pies descalzos recorren la
moqueta de la habitación mientras vacía la maleta y va colgando vestidos en
perchas, llenando los cajones con su ropa interior, pasando la mano sobre las
finas arrugas que se han formado en algún pantalón.
Rebeca se
sienta en la cama, frente al armario, con las puertas abiertas de par en par.
Vendrá, piensa en voz alta, vendrá porque le he dicho exactamente dónde
encontrarme.
El sol ya luce
sin pereza sobre la ciudad, mientras Gorka toma un café. Tiene ojeras, la barba
oscureciendo su rostro, la cabeza baja. Hace intención de llamar por teléfono,
pero no marca ningún número. Se levanta de la silla de la cocina y se va.
Camina en la
fría mañana, despacio, temeroso. Pasa junto a un parque, cruza casi sin mirar
una avenida ancha y solitaria. Dos calles pequeñas a la izquierda, una a la
derecha y llega a la entrada de la comisaría.
— ¿Dónde
va? —pregunta el policía de la puerta.
— Tengo
que hablar con el comisario.
Diez minutos
más tarde, Gorka está sentado en una silla negra sin brazos, en el despacho del
comisario Roberto Arsonier, un hombre delgado, con el pelo entrecano, traje
oscuro y corbata de lunares. El comisario descuelga el teléfono.
— ¿Quién
estaba ayer a cargo de la centralita? —unos segundos de silencio— ¿El nuevo?
Que venga a mi despacho.
Cuando se abrió
la puerta, entró un policía de uniforme, grueso y con cara de curiosidad. El
comisario se dirige a él.
— Este
señor es Gorka Erraiz. Ayer llamó por teléfono aquí avisando de la desaparición
de su esposa.
— Sí,
sí, lo recuerdo —dijo el recién llegado con cautela— llamó varias veces.
— Dice
que usted no le quiso ayudar a encontrar a su esposa y que ahora puede estar en
cualquier sitio —dijo el comisario.
— Me
pareció que era más peligroso que se quedara con él —respondió el agente,
envalentonado por el aspecto débil de Gorka, bajito, delgado, con gafas,
compungido y en silencio— Sospeché de él cuando se contradijo al preguntarle si
su esposa había dejado una nota antes de marcharse. Dijo que sí, luego que no,
luego que no sabía…
— Esta es la carta que dejó mi mujer —dijo
Gorka, mientras le acercaba al policía un sobre blanco en cuyo anverso se leía
“Gorka” con letra pulcra y pequeña.
— Entonces
sí que había nota, ¿verdad? ¿Por qué me dijo entonces que no?
— Léala,
por favor —pidió Gorka.
Han llamado a
la puerta de la habitación 212. Una vez, dos veces. Rebeca abre. Está
discretamente maquillada, con el pelo rizado cayendo sobre sus hombros. Viste
una escueta prenda de raso, de finos tirantes y encaje en los bordes. Su
sonrisa infantil se nubla al abrir la puerta y sus pupilas parecen perderse en
algún lugar extraño. La empleada del hotel se retira con un mullido “sorry” por
el pasillo, en busca de la siguiente habitación.
Rebeca cierra
la puerta y vuelve a sentarse frente al armario abierto. Sonríe de nuevo.
— Vendrá,
tiene que venir, le he dejado bien explicado en la carta dónde encontrarme.
Tiene que venir, siempre viene, Gorka siempre viene. Siempre.
La mitad el
armario lleno de blusas, vestidos, faldas, pantalones, todo perfectamente
colocado. La otra mitad, vacía. Dos cajones están llenos de ropa interior.
Otros dos, sin nada.
El agente de
policía abre el sobre, saca la carta doblada de su interior, la despliega y
comienza a leer el texto, escrito a máquina. Entre línea y línea, mira a Gorka,
luego al comisario, vuelve a la carta, y mira de nuevo a ambos.
— Es
una broma, ¿verdad? —dice sin levantar ya la vista de la carta.
— No
—dijo Gorka con la voz quebrada— no es ninguna broma.
La carta de Rebeca decía así:
asdfg
ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñkljh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg
ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh asdfg ñlkjh
Juan Moyano Tórtola, abril de 2013
Taller de escritura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario