"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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martes, 28 de mayo de 2013

EL COMPÁS


Violeta ha cerrado los ojos en plena caravana de estrellas fugaces, con los brazos apoyados sobre el alféizar, el pelo suelto y una plácida sonrisa. El aire en el piso noventa y nueve es algo menos suave que a pie de calle, casi molesto, pero Violeta sigue ahí asomada, ignorando las cinematográficas vistas de Nueva York.

Abandona su letargo, deja la ventana abierta y, con lo puesto, sale de la habitación 9914 mientras su marido busca bajo la ducha el tono más grave con el que entonar La Bohème.

Doce minutos más tarde, Violeta ocupa el asiento trasero de uno de esos taxis amarillos tan vistosos. Cuarenta y siete minutos después, saborea un café expreso en el aeropuerto JFK. Treinta y nueve minutos y ya dormita en el asiento reclinado del avión que la lleva de regreso a Madrid.

Es entonces, sobre las nubes, haciendo cosquillas al cielo, en el silencio del vuelo nocturno, cuando dispone del tiempo necesario para recordar.

Regresa a una mañana de enero, con las promesas del nuevo año aún tiernas, y la pesa de la olla dando vueltas, y más vueltas, y más vueltas, al ritmo de sus inagotables lágrimas salpicando el fregadero. Por algún motivo que no comprendía, Violeta estaba guisando lentejas para dos. ¡Qué tonta! Ni siquiera le gustaban a ella. A Raúl sí, son su plato preferido. O era, ¿qué tiempo verbal es el correcto? Ahora, tal vez hoy mismo, las coma de otro plato más apetecible, en una casa más jovial, con una mujer más complaciente, operada de las jaquecas, una mujer que dice a todo que sí, una mujer que todo lo sonríe y lo celebra.

No la imagina, o tal vez no quiera hacerlo. Raúl no le dio dato alguno, simplemente dijo “lo siento, no he podido evitarlo, no ha sido algo planeado, simplemente surgió así, no puedo controlar lo que siente mi corazón, no quiero hacerte daño, ni convertir nuestra vida en una mentira, no es culpa tuya, ni mía, es el destino que me ha llevado hasta ella y no he podido hacer nada”. Demasiados noes para un hombre tan enclenque que se deja apabullar por la débil brisa del destino, ese al que los cobardes atribuyen la responsabilidad de sus decisiones. Hipócrita, el destino solo existe en las agencias de viaje.

Violeta comerá lentejas jueves y viernes. A más vueltas que da la pesa de la olla, más vueltas da su cabeza, inmersa en recuerdos, culpas y un sentido del ridículo que le produce llagas, como acabarán por formar en sus mejillas tantas lágrimas. Con ellas podría limpiar los azulejos de haber tapado el fregadero, así tendría una cocina brillante de penas, alicatada de llantos.

Cuando deje de llorar, tomaré una decisión.

Y la tomó, vaya que la tomó, varias, en realidad. La primera fue apagar el fuego y tirar al retrete las lentejas. Adiós, legumbre falsa, ocho años soportando tu sabor y tus promesas de fin de año para, ya ves, nada. Vete por el mismo camino que la mierda, que esta mierda de matrimonio, y no entres más por mi cocina.

La segunda decisión fue tapiar su corazón. Levantó un muro de escarcha que aguantase al menos el tiempo de reponer las sales perdidas al llorar. Sin hijos a los que amar, sin padres a quienes honrar, sin poder refugiarse en unos u otros, Violeta necesitaba aprovechar el cariño disponible para sí misma, antes de que el músculo que lo reparte acabara por derretirse en la hoguera del abandono.

Amurallado el corazón y en el sumidero las lentejas, Violeta se sienta en el sillón de relajarse que desde este mismo instante se convierte en el sillón de pensar. Y piensa. Da vueltas a la cabeza mientras dan vueltas las manecillas del reloj. Da vueltas a los pensamientos para mirarlos desde el otro lado, para ver las costuras del pasado reciente, buscando los hilos más hermosos, el zurcido más emocionante, el pespunte más divertido y valioso de los últimos ocho años. Posa su memoria tres mil ciento quince días antes.

Allí está Raúl, esperándola en su primera cita, impaciente, sin quitarle ojo al reloj. Le ha hecho esperar un rato, una pequeña maldad que se permite. Él declara su amor a Violeta derrochando romanticismo, se presentan a sus familias y hacen planes de futuro para el presente. Tanto es el amor que sienten, tan seguros están de su firmeza, de que será eterno y de que el tiempo, como hace con los árboles, hará que crezca y se arraigue con más fuerza, que deciden casarse por todo lo alto. Ella no tiene familia, sus padres fallecieron y quedó como huérfana única en el piso de su infancia, con un gato viejo y perezoso, su trabajo de logopeda y un armario lleno con los trastos de su abuelo, aquel hombre adorable que tuvo la deferencia de avisar con varios meses de antelación del día y la hora exacta en que fallecería de una insuficiencia cardiaca. Los padres de Violeta le tildaban de loco, aunque ella sabía que era mágico. Loco, loco, sí, pero sus cosas seguían en el armario casi veinte años después de cumplir su mortal pronóstico.

Los padres de Raúl tienen una posición social elevada sobre una montaña de billetes de curso legal, además de una fanfarronería altanera, circunstancias que van a costear el sueño de su vida: dar la vuelta al mundo. Para mayor delicia, cumplirá ese sueño junto al hombre al que ama. París, Roma, Casablanca, San Petesburgo, Sidney, Buenos Aires, Nueva York, y eso nombrando solo algunas, que había más, muchos más lugares maravillosos en su viaje. Más de dos meses de luna de miel, con posibilidad de prolongarla si era necesario o por simple capricho.

Esos eran los hilos más gozosos del hilván que custodiaba su memoria, los recuerdos más bellos, abarrotados de sensaciones, olores, sabores, miradas, cada sentido era placentero en sí mismo y en la grandeza de su conjunto. Violeta se deleita recordando. Todo está en su mente, en su piel y en una agenda dorada en la que anotó hasta el más trivial de los detalles.

Abre los ojos de golpe y da un respingo en el sillón, se incorpora y corre al armario donde se acumulan las cosas del abuelo. Hay cajas de cartón grandes, pequeñas, maletas y un pequeño baúl de madera ennegrecida con herrajes casi oxidados. Violeta lo abre despacio, con cuidado, con la devoción de aquella niña de cinco años sentada sobre las rodillas de su abuelo mientras él jugueteaba con un compás y un reloj, haciendo a mamá dar vueltas y vueltas y más vueltas a la cucharilla en la taza de café y a papá pasar la misma página del periódico una vez, y otra, y otra más, mientras ella reía descontrolada y se quedaba sin fuerzas ni respiración.

Rebuscando en el baúl, al fin, lo encuentra. Envuelto en un suave paño azul celeste, el sencillo compás lucía como si ayer mismo le hubiesen sacado brillo.

Violeta se siente otra vez niña y la curiosidad y el deseo pueden con ella. No necesita el reloj, su experimento irá más allá de unos segundos o un par de minutos. Lo que necesita es la agenda del viaje, una agenda de ocho años atrás, cuando la ilusión florecía cada mañana, cada noche, cada minuto, con cada gesto de Raúl, con cada plan de vida, en cada mueble para la casa, con cada susurro del viento.

Siempre guarda la agenda en su mesita de noche. Pasa las páginas, hojea las notas, rememora aquellos días y decide la fecha: 15 de junio, un día antes de tomar el expreso “Puerta del Sol” con destino París, primera escala de su luna de miel.

Violeta toma el compás y coloca la punta metálica entre el uno y el cinco que señalan ese día. Ajusta el ángulo para ceñirlo a ambos números y, muy despacito, comienza a rodear el quince con la fina línea que deja el grafito sobre el papel. Despacio, muy despacio, sin perder el ritmo del giro, Violeta mueve el compás alrededor de la fecha elegida.

Sin apenas darse cuenta, el compás toma la iniciativa del giro y aumenta el ritmo, imprime mayor velocidad a cada vuelta.

Violeta abre los ojos asombrada y su vista se nubla, sus ojos se empañan con una neblina que no es borrosa, no es un mareo, no es llanto. El cuarto se oscurece un segundo antes de resurgir fulgurante y sereno. Violeta mira la agenda. No hay anotaciones. Está en blanco. Raúl entra en el cuarto y le dice, “vamos, date prisa que nos esperan en la agencia de viajes”.

Dos miradas de Violeta: una al calendario de sobremesa. 15 de junio de 1999. Otra al espejo, donde una joven sonriente y sin ojeras la mira con los ojos llenos de vida.

El abuelo no era ningún loco.

Ahora, recostada en el asiento del avión Nueva York-Madrid, sobrevolando un océano de agua y otro de sueños, Violeta se reafirma en la decisión que ha tomado en la ventana de la habitación 9914, paladea el final de su novena vuelta al mundo gracias al compás del abuelo, se deleita con la imagen de Raúl buscándola desesperado por Manhattan al ritmo de La Bohème, saborea una nueva vida en la que no será abandonada dentro de ocho años, porque es ella quien acaba de emprender su propio camino.




Juan Moyano Tórtola, mayo de 2013
Taller de escritura.

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