"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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miércoles, 15 de mayo de 2013

LA OTRA FILA


Klauss Wergner está solo en la cocina del restaurante más antiguo de Stuttgart, revisando sus herramientas: cacerolas, sartenes, paletas, cazos, cucharas, fuentes y demás elementos con los que compondrá las deliciosas partituras que llenan las veinte mesas del salón cada noche. Es un maestro de la cocina. Un maestro, piensa para sí mismo. Klauss fija la mirada en algún horizonte perdido, suelta la sartén sobre la mesa y se limpia las manos en el delantal antes de sentarse frente al escritorio del pequeño despacho. Toma una hoja de papel y se dispone a escribir.

La luz de la lamparita amarillea la blancura de lo que parece será una carta. Mira al papel como antes miraba a la nada, al ayer ahogado en las profundidades de los calendarios. Se decide a empuñar la pluma estilográfica. Una, dos, tres, hasta cinco hojas de pulcra letra, hojas empachadas de recuerdos, de olor a mantequilla, a pérdida, a carne asada.

Me vais a perdonar, pero he ido leyendo por encima del hombro de Klauss conforme escribía y, la verdad, si como cocinero es un genio, como escritor es un desastre, así que me voy a permitir una traducción menos gráfica de la carta que acaba de concluir y cuyo destino desconozco. Aprovecho que se ha recostado en el respaldo de la silla para empezar, pero os advierto de que pienso saltarme lo que me parezca insustancial de esta confesión, como tampoco haré comentarios hasta el final, en premio a su honradez.

Aproximadamente, la historia de Klauss dice que Anna Herb no podía haber sido más alemana. Nació en un pueblecito del norte cuyo nombre me deja sin resuello, un balcón asomado al Báltico desde donde casi puede verse Dinamarca. Su infancia fue de los más normal para la hija de un comerciante culto y judío, nunca le faltó lo necesario ni lo superfluo. Lo tuvo todo, incluso dos novios, uno a los quince y otro dos años más tarde, que la abandonó para enrolarse en las juventudes hitlerianas.

Comenzó Anna sus estudios en la universidad, pero a mitad de curso estalló la sinrazón antisemita en todo el país. Arde el negocio de su padre, apedrean los cristales de la casa y toda la familia se esconde en casa de unos amigos católicos de una ciudad cercana. Son detenidos al cabo de varias semanas y deportados a Polonia. Ambas familias, ya veis que la barbarie no admite la compasión.

Tras un recorrido por el desprecio y las penurias, acaban siendo cargados en un vagón de mercancías con destino a Auschwitz. Hacinados, sin comida ni aire, entablan relación con un berlinés aficionado al violín y a la cerveza, placeres que no volvió a disfrutar nunca más, pues el afortunado hombre muere llegando a Cracovia. El padre de Anna no duda en despojar al fallecido de las ropas: pantalones, camisa, chaqueta y hasta el sombrero gris, para que su hija no pase frío. Anna se viste con las ropas de aquel hombre, cuyo cuerpo sacan los nazis y arrojan junto a las vías sin el más mínimo respeto, mejor dicho, con el más profundo odio. Ese hombre se llamaba Klauss Wergner.

El tren llegó a Auschwitz de noche. Les hicieron bajar entre empujones e insultos, con algún que otro golpe innecesario. Un oficial sin párpados vigilaba que las mujeres y los hombres fueran hacia diferentes edificios, formando distintas filas. Ni siquiera su mirada perpetua le dejó advertir que bajo un sombrero gris, en la fila de los hombres, había una mujer, de nombre Anna. Al paso de la fila, un soldado con casco y otro oficial iban preguntando los nombres de los recién llegados. Al ladrido “¡nombre!”, Anna respondió con una voz profunda que arrancó de sus talones “Klauss Wergner”. De esa forma, padre e hija no tuvieron que separarse, al menos hasta que se llevaron al comerciante para hacer con él lo mismo que habían hecho con su empresa. Quemarlo. Anna, desde entonces y ya para siempre Klauss, entró en las cocinas porque sus manos pequeñas cabían en todos los tarros y cazuelas para limpiarlos bien.

El propio Klauss no se explica cómo pudo eludir el reconocimiento físico al que eran sometidos los prisioneros de Auschwitz, donde el pelo corto y los rasgos faciales escasamente femeninos no le habrían servido para, en su desnudez, ocultar los senos que escondía bajo la horrenda y sucia ropa rayada.

Klauss Wergner prolongó su mísera y al tiempo afortunada existencia en Auschwitz gracias al trabajo en la cocina de los nazis, viendo entrar y no salir de aquel infierno a unos cuantos millares de personas. Y tanto la prolongó que los mismísimos asesinos abandonaron el campo de exterminio antes que él, a la llegada del ejército ruso.

Libre, sí, libre de cruzar los muros, pero preso en una identidad ajena, una identidad a la que se aferró por miedo, un terror lacerante y, tal vez, por la supersticiosa creencia de que si había salvado su vida en aquel trance, no era conveniente desprenderse de ella.

Prosiguió viviendo como Klauss Wergner al regresar a Alemania, donde ningún familiar de Anna Herb había sobrevidido a la locura irracional y colectiva de aquella aberración llamada “solución final”. Cruzó el país huyendo del este y se instaló en Stuttgart. Allí mendigó por las calles hasta encontrar empleo en un pequeño y desvencijado restaurante familiar, donde aprendió a cocinar mirando de reojo y anotando recetas y trucos.

Acomodado a su condición masculina, Klauss nunca conoció mujer, ni tampoco hombre. Se resignó a no ser madre ni padre, a esconder su sexualidad, sus sexualidades, porque a estas alturas de la vida Klauss había desarrollado un cierto grado de machismo que compaginaba con el deseo de liberación que contienen los cromosomas femeninos.

El esfuerzo y la destreza le llevaron a tener la consideración de buen cocinero, pero gracias a la sensibilidad, que no perdió al cambiar de nombre, alcanzó el grado de maestro, de artista creativo entre fogones. Su labor de duro y exigente chef era contradicha por una voz que jamás pudo volver a sacar de sus talones. Quizá por eso los pinches imitaban con gorgoritos a su jefe cuando no estaba.

Klauss Wergner acaba de preparar cinco platos de memoria cruda, sin aliños, sin salsas, tan cruda como la cruda realidad que muestran, verdades cosidas al alma con agujas mugrientas, con hilachos de salvajismo cruel e inhumano, puntadas de vergüenza y dolor.

Hoy ha abierto las ventanas de la verdad y lo ha hecho porque el último de los guardias de aquel campo de la muerte ha sido condenado en un juicio. Ha tenido que esperar hasta este casi extinto 1982 para perder el miedo, ese miedo a desvelar su dualismo, a que al dejarse crecer el cabello, pintarse los labios y revelar sus embutidos pechos, pudiese aparecer aquel oficial sin párpados y llevarle a la otra fila, la de las mujeres, una fila donde se sentiría más perdido aún de lo que lleva sintiéndose en la de los hombres, a pie firme, durante cuarenta largos años.





Juan Moyano Tórtola, mayo de 2013 
Taller de escritura.

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