"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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sábado, 2 de febrero de 2013

REGRESOS

La mañana se me ha pasado sin sentir, como tampoco siento los pies por el frío de esta maldita sala de espera, con los ánimos derrumbados bajo el asedio de la burocracia. Horas de letargo en este aeropuerto inhóspito, de inagotable trasiego, de voces recurrentes y de frío, mucho frío.

De aquí parten las almas hacia su destino, y a mí se me parte el alma, porque ya no lo tengo. Convertido en un estorbo inútil, hasta mi pasaporte ha expirado antes que yo. Aquí estoy, con el poco dinero que mi efímero sentido común me impidió meter en el bolso de mi hija. Aquí sigo, con mi ropa embutida en la maleta y el corazón ronco de gritar despedidas.

Más de un mundo me separa de los Grandes Lagos y de la ciudad hacia donde mi María, su marido y las niñas vuelan en el avión que acaba de despegar, sin paradas, sin memoria, dejándome en tierra por una cuestión de fechas, un estúpido descuido, o a lo mejor una burla del destino en el impasible escenario del mostrador de la compañía aérea.

Y esta sensación de desamparo sigue aquí sentada, a mi lado, no me deja levantarme a preguntar cómo narices regresar, porque he venido en taxi y ahora, ahora no sé por donde empezar el camino de vuelta. Ni siquiera siento los pies, cómo voy a echar a andar. Y de sentirlos, ¿dónde puedo regresar?

Solo, completamente solo entre el bullicio de pasajeros, solo como un sereno cumplidor, solo como el fusilado antes de serlo, solo como la vieja cigüeña del campanario, solo como el guarda del cortijo de la mismísima soledad. Y vacío, también siento un vacío interior miserable y seco, tanto que hasta mi estómago entona su repertorio de rugidos hambrientos, aunque hago oídos sordos, inapetente estatua de piel áspera y pies congelados. Y tampoco es que tenga tanto dinero como para malgastarlo en café caliente y pan tierno.

En cuanto pueda, abro los ojos. Ahora debo esperar a que mis lágrimas se evaporen tras los párpados, no vaya a ser que resbalen por donde no tienen que hacerlo, por donde no quiero que lo hagan. Y cuando los haya abierto, tal vez me desprenda de este asiento desapacible, desde el que cada maleta que pasa me trae un recuerdo distinto, una vivencia perdida en la caja de galletas donde el tiempo conserva sus fotografías en blanco y negro.

Ya los tengo abiertos y no me he levantado. Esa maleta verde me lleva hasta la sombra del olivo donde aquel niño tímido trazó su amor en la corteza con una navajilla prestada de la cocina. Aquel chiquillo llevaba tres días con sus noches sin ver a su padre. Unos dicen que huyó, otros que anda escondido por las serranías, y los más le presumen yaciendo inerte junto a algunos de esos comunistas que alborotaban a la gente del pueblo.

El niño no sabe de partidos políticos, ni de golpes de estado, ni de guerras, y ahora su único afán es que el corazón esculpido en el vigésimo olivo de la novena fila contada desde el mojón de la carretera parezca en verdad un corazón, pero que no lo descubra Lucía. Ilusionado, declara en la corteza ese primer amor secreto y apasionado de la infancia tardía que parece echar raíces en la memoria con la misma fuerza de aquel olivo.

Esa otra maleta azul acaba de sacar al niño de su casa con un hatillo y una madre llorosa, con una navaja escondida en el dobladillo del pantalón, con un camino largo hacia la casa de su tía Amparo. Lleva encima un saco de hambre, no la de una mañana de aeropuerto, no, hambre de verdad, de la que hace comer mondas de patata o cualquier fruto que brote de los árboles, de los arbustos o de la basura.

Pobre chaval, qué escasas fuerzas para tanto camino. Al llegar, se encontró con un Madrid famélico, donde los aviones soltaban bombas y pan amargo. Se acostumbró a correr como un poseso desde la casa de la tía Amparo hasta la boca del metro, cobijo del miedo, donde él palpaba la hoja de su pequeña navaja, en parte para asegurarse de que seguía en su pantalón, en parte para apoyar sus recuerdos en el tronco del olivo que calladamente pregona el amor a Lucía. Pero los ojos de su memoria cambian el corazón tallado por las aceitunas, perlas verdes y tiernas. Es lo que tiene el hambre.

Dos maletas negras trasladan al crío hasta la carbonería que daba a la calle de Toledo, espuerta va, espuerta viene, vaciando camiones como un adulto, comiendo como un niño de teta, durmiendo como un perro, en el suelo, pues la tía Amparo se desdijo del nombre y excusó ampararle cuando la tuberculosis reunió a la madre llorosa con el padre fusilado. Tal vez ese chaval deba regresar, pero, ¿dónde puede regresar?

Aquella maleta roja ha pasado varias veces ya, su dueña debe de andar perdida, tanto como el joven que dejó la negrura del carbón y subió a los andamios a respirar, a poner ladrillos hacia el cielo, a maldecir al viento y a la lluvia, a la patrona y su cochambroso cuarto, al santoral completo y a quienes se santiguan con las manos manchadas de sangre.

El joven crece en el andamio, su piel se curte de sol y anhelos, y su corazón encallecido conserva partes blandas por donde entra Rosa, sin llamar, sin pedir permiso, y se queda para siempre, a degustar el somero convite de boda, a amueblar el piso, a dar a luz a María, a soñar, a discutir, a perdonar, a vivir y a morir en un quirófano, pero se queda para siempre.

No quiero ver pasar más maletas, son cebollas lloronas, porque ninguna parece traer un recuerdo amable que deseque mis ojos, de nuevo cerrados, conteniendo el llanto, cansados de mirar.

Ya habrán llegado a los Estados Unidos, o estarán al caer, no, por Dios, qué expresión más desafortunada, quise decir que estarán a punto de aterrizar.

Ellos allí, y tú, Manuel, aquí, vacío, quizá tengas que ir pensando en regresar, pero, ¿dónde puedes regresar? Sí, eso es, regresa al inicio de tu viaje, a la cal, al limonero, al empedrado, a las tardes perezosas, al tronco tallado. Porque ahora sí, Manuel, ahora tienes donde regresar.

Queda lejos el Guadalquivir, pero ya no hay tren correo que detenga la marcha en cada suspiro, ni las carreteras son escarpados pedregales. Ahora, Manuel, tomarás un autobús hasta tu hogar. No, al piso de Vallecas no, ¿recuerdas?, va camino de Norteamérica y tú sigues sentado en la terminal de vuelos internacionales, con los ojos cerrados y los pies fríos, pero con un lugar al que volver, Manuel, al fin.

Tan pronto llegues, tendrás que deshacerte de este pasaporte muerto, este pasaporte que apesta a traición, que lleva tu foto de incauto que confiaste los trámites a tu yerno. Ingenuo de ti, pensabas pescar en el Lago Saint Clair hasta vaciar de peces sus aguas, enseñar a tus nietas a tirar la caña, añorar el gazpacho, el calor y las romerías, pero te han dejado aquí. ¡Que se jodan! Ahora tienes un sitio al que regresar.

Lo primero que harás, ¿te enteras?, lo primerito es enterrar el pasaporte bajo un olivo, a ver si el próximo año tienes aceitunas verdes que salgan ya caducadas y mandas un tarro lleno al 1.415 de Jefferson Ave, Detroit, Michigan, USA, con una nota que diga “solo para María y Alberto”, y que no les pase nada grave, apenas algunas ampollas y pústulas que dibujen en su piel la fecha de hoy, la de cuando caducó tu pasaporte y el precio por el que vendiste el piso de Vallecas para iros todos juntos al nuevo mundo.

Después, Manuel, aplacada la rabia, cruzarás la puerta de tu casa encalada y templarás tus huesos junto a la estufa, que ahora es tiempo de frío y ya sabes que la humedad vivía allí, con vosotros, con tu padre republicano, temporero y soñador; con tu madre, risueña y cantarina, y contigo, un chiquillo enamorado de Lucía.

El destino cree haberte dado esquinazo, pero no es consciente de que ahora tienes donde regresar. Eres tú quien le has burlado. Abre los ojos y abandona el letargo, pisa fuerte para descongelar tus pies, que la sangre circule por tus venas y las lágrimas corran si quieren, pero sin el agrio sabor del abandono, esas no sientan bien a tu tensión. Es cierto, tampoco el gazpacho, pero atibórrate de él, te encanta beberlo fresquito y los tomates del pueblo son ideales, Manuel. ¿Cuántos años hace que no vas? Desde que no te llevan, Manuel, pero ya no necesitas permiso, nadie será huraño con el precio de la gasolina como excusa, pregunta a esa señorita de la maleta malva cómo ir a la estación de autobuses, tiene una mirada amable y seguro que te indicará correctamente.

Sí, Manuel, más maletas, pero no las dirijas al pasado. Ahora, abre los ojos, levántate y arrea con tu propia maleta color crema, hacia el final, hacia el principio de todo, hasta cuando tú decidas, pero no aquí, Manuel, no en esta ciudad donde llueven bombas y panes, donde los pisos vuelan, donde los hijos se desprenden de sus mayores sin acelerar su pulso, esta ciudad de carbón y cemento.

Estarás mejor a la luz de las paredes encaladas, a la sombra de aquel olivo tallado en el que comenzase a extraviar tu corazón.





Juan Moyano Tórtola, enero de 2013 
Taller de escritura.

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