"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

Vistas de página en total

martes, 29 de enero de 2013

EL RECTOR Y EL ÚLTIMO REY DE GRANADA



Aún era de noche y todas las luces del cuarto estaban encendidas. También las del baño, donde Lucía Pardo se afanaba con el secador y el cepillo antes de ir a clase. Su compañera de habitación, Elena Moreiras, andaba mordisqueando la última galleta de fibra del desayuno cuando escuchó aquel llanto, un lamento ahogado que duró eternos segundos, un grito que rasgaba el aire, penetrando por los oídos, atravesando la nuca, erizando la piel a su paso hasta agarrar el corazón con una mano helada. Elena soltó la galleta sobre el vaso de leche y a Lucía se le estampó el secador contra el lavabo cuando salió corriendo del baño. Ambas se abrazaron llorando, aterradas.

Mario Tebar no desayunaba nunca, tenía el estómago cerrado a hora tan temprana. Por eso aún se desperezaba entre las sábanas, mientras Jorge Blanco, su compañero, estaba a punto de salir de la ducha. La llorosa voz inhumana que resonó en la habitación hizo saltar a Mario de la cama. Jorge la escuchó con la misma nitidez, pese al ruido del agua. Vio una sombra tras las cortinas de la ducha. Iba a decirle a Mario si había escuchado aquello, cuando la voz de su compañero llegó desde el otro lado de la puerta con la misma pregunta. Muerto de miedo, descorrió despacio las cortinas del baño y vio la imagen difuminada de algo que atravesaba los azulejos blancos.

Y así, unas cuantas habitaciones más.


El rector

No eran la crisis o la subida de los precios, ni la proliferación de universidades o la moda de alquilar un piso destartalado entre varios jóvenes, sino el extendido rumor de que un fantasma convivía, si tal cosa puede decirse de quien ya no vive, con los estudiantes, recorriendo sus alcobas entre el ocaso y el alba, lo que hizo menguar el número de alumnos en la residencia de estudiantes de la Universidad de Granada.

El señor rector, preocupado por la situación y por el hecho de que futuros científicos, jueces, periodistas o cirujanos cardiovasculares anduviesen por la residencia temblando de miedo como críos, aprovechó el final del curso y mandó revisar todas las instalaciones del edificio, para cerciorarse de que se encontraban ante un mero problema de calderas, cañerías o cámaras de aire entre tabiques.

Los operarios no encontraron ni una sola deficiencia a la que atribuir aquellos extraños ruidos que algunos juraban y perjuraban eran un lastimero llanto. Tampoco hallaron humedades que explicasen la visión de oscuras sombras en las paredes.

La última semana de agosto, acompañado de una maleta negra con varias mudas y enseres diversos, el señor rector entró en el cuarto que ocuparan Elena y Lucía durante el curso anterior y se instaló en él. Quería escuchar por sí mismo el insólito sonido que atemorizaba al alumnado. Bah, se dijo, tienen que ser las cañerías. Encendió el ordenador portátil para aprovechar la espera.


El rey de Granada

Tantos nombres le pusieron a aquel nazarí que, ya en su época, era conocido por un más escueto y pronunciable Boabdil.

Su destino fue esquivo con la gloria y dicho rey pasó a formar parte de la historia y de la leyenda, en este orden: por haber sido el último monarca andalusí, y por perder a un tiempo la guerra, el reino y la compostura, llorando sin recato su derrota frente a los cristianos. Dicen que fue su propia madre quien le espetó aquello de “llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”, y en eso lleva poco más de cinco siglos.

Tal vez como agravio a su deshonra, lo cierto es que el espíritu de Boabdil fue rechazado en el paraíso y obligado a vagar eternamente por su perdido reino terrenal.

Si cuando tenía pulso, corriente sanguínea y piel se deshizo en lágrimas ante sus generales, ahora, carente de materia, de ejército y de dignidad, su llanto le acompaña cada noche.

Como alma errante, podría haber recorrido el mundo, desplazándose de aquí para allá en un engañoso libre albedrío, pero decidió que el mejor lugar para vivir muerto era el mismo que le vio nacer: el palacio de los palacios, su amada Alhambra.

Allí, entre dulces recuerdos y amargos rencores, el fantasma de Boabdil paseaba su eterna condena cruzando cada muro, pasando a través de cada una de las filigranas que coronan sus arcos, surcando los millares de inscripciones, atravesando sus torres, recorriendo sus patios y bellísimas salas con la libertad que proporciona el estado incorpóreo.

Su maltratado nombre hacía que cualquier otro espíritu que pusiese los ojos en aquella hermosa ciudad de cuento para derrochar la eternidad, se marchase en busca de otro retiro tan pronto comprobaba que su inquilino era el mismísimo rey que lloró la gran derrota. La infamia le permitió habitar la Alhambra en solitario por algo más de trescientos años, hasta que empezó a recibir las visitas temporales de un norteamericano poco hablador que arrastraba sus cadenas entre Nueva York y Granada.

Cada noche, Boabdil aullaba su perpetua humillación en la Sala de los Reyes, junto a los jardines del Generalife o en la Torre de Comares. Su voz lastimera se confundía con el viento y con el agua.


El rector y el rey

La humanidad nunca ha sabido repartirse equitativamente los alimentos. El hambre fue llenando Europa de inmigrantes y Granada es uno de sus vértices. Las almas de aquellos extranjeros fallecidos que no lograban entrar en el paraíso, prendidos de la belleza de la Alhambra, a menudo decidían pasar la eternidad filtrando su esencia intangible en aquel mágico entorno.

Y como la humanidad tampoco ha sabido repartirse equitativamente los libros, en pleno siglo XXI casi nadie sabe ya quién fue Boabdil, último rey de Granada, ese que, si en verdad lloró, debería de haberlo hecho como hombre y tal vez no hubiese derramado lágrimas de haber luchado como mujer.

Los vivos no incomodaron jamás al espíritu de Boabdil, pero la proliferación de espectros vagando irrespetuosamente por la Sala de los Abencerrajes o el Patio de los Leones, llegó a ser insoportable para el fantasma del rey chico y, roto de dolor, abandonó su Alhambra por segunda vez.

Boabdil arrastró su aspecto brumoso por los rincones de Granada, huyendo de la catedral y las iglesias y conventos, para descubrir que los baños árabes también estaban ocupados, es decir, habitados por fantasmas, sin hallar edificio digno de su regia inmaterialidad hasta que se topó con el campus universitario. Tan solo la residencia de estudiantes permanecía desocupada de almas en pena.

Los pasillos y dormitorios permanecían oscuros y solitarios de junio a septiembre, cuando Boabdil lloraba su derrota eterna sin pudor, pues durante el curso acallaba un poco sus lamentos por una simple cuestión de respeto al sueño ajeno y trataba de esconderse para no ser visto.

Una noche de agosto, el regio fantasma vio encendida la luz del cuarto de aquellas dos chicas cuyos gritos de terror acallaban los del propio Boabdil. Intrigado, entró atravesando la puerta sin la más mínima precaución. Vio a un hombre entrado en carnes y años que, sentado en una silla, movía los dedos sobre una pulida caja metálica abierta de par en par. El hombre le miró.

Al levantar la vista de la pantalla, la cara del señor rector se tornó de un blanco que ni el más aguerrido de los detergentes hubiera podido igualar. Sin aliento ni color, se llevó ambas manos al pecho, apretándose el corazón, como si de ese modo los latidos no pudiesen escapársele, y dejó de respirar.

Dicen que, desde entonces, algunas noches se escuchan lamentos, y otras se oyen risas.

Incluso dicen que una estudiante de psicología jura y perjura haber visto a un moro con turbante y al anterior rector de la Universidad de Granada sentados en la cafetería, jugando una partida de ajedrez.



Juan Moyano Tórtola, enero de 2013
Taller de escritura.

1 comentario:

  1. "Si en verdad lloró, debería de haberlo hecho como hombre y tal vez no hubiese derramado lágrimas de haber luchado como mujer".


    ResponderEliminar