Y para Navidad, un crimen. Escribió Saramago: "Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son".
Jack saboreaba el café de la máquina como el manjar más refinado. Siempre le había parecido una pócima ardiente y amarga que ni el azúcar lograba endulzar, pero ahora creía estar bebiendo el jugo de la victoria.
Ya no padecería aquellos accesos de furia interior tan dañinos al ver el vaso de su hermana sobre el mostrador de falso mármol de recepción, junto al pintalabios, un espejo, una revista de moda, y todo a la vista del público, familiares compungidos que iban y venían en un trasiego lento y que preferían acarrear su pena en un lugar ajeno a las frivolidades.
No, ahora Jack podría llenar sus pulmones de aire sin temor a quemarse el pecho con las brasas de la ira, esa tormenta frenética que la sola presencia de su hermana Annaloy había llegado a provocarle.
Desde pequeños, Jack había sufrido a Annaloy, y viceversa. Solo tenían en común la fecha de nacimiento, porque sus actitudes rondaban los extremos de un comportamiento casi maniático. Aquellas diferencias se plasmaban en un continuo desencuentro que levantó entre los hermanos un muro de hielo.
Annaloy, para todos Anna, vivía sin más pretensiones que sacar lo que necesitaba de la cuenta corriente y de las personas, y tanto empeño ponía en ello como abulia a la hora de trabajar. El concepto que Anna tenía del mundo era el de un gran centro comercial de cuyas tiendas tomaba cuanto le apetecía sin pasar por caja. Anna era la reina del desorden, la princesa de la desidia, la sultana caprichosa del despilfarro.
En las antípodas de Anna, Jack pretendía que a su alrededor todo estuviese en un perfecto y estricto orden, un paraíso inflexible de simetría y horarios en ángulo recto. De ser posible, hubiera replantado toda la selva amazónica para colocar los árboles en perfectas hileras, ordenados por su altura y el color de sus hojas. Ponía un desmesurado interés por aprenderlo todo y se esforzaba en llevar hasta el punto de perfección cada una de sus acciones, cada tarea, cada paso en su vida, cada plato de su mesa.
El padre de ambos, Colin, se había hecho cargo, bastantes años atrás, de un negocio ruinoso que parecía abocado a hundirse en el fondo del pozo del olvido, aunque para lograr el premio del éxito condenó su vida familiar a ese mismo pozo oscuro. Colin abrazaba su ambición con más fuerza que a su esposa e hijos, mimaba aquel edificio y su clientela de cuerpos sin vida. Tal fue su tesón que logró hacer de un mustio inmueble el negocio más próspero al sur del río Liffey. Pero cuando creyó haber alcanzado la cumbre de su existencia, su alma se vació de sueños y Colin comenzó a llenarla de pintas de cerveza.
Jack y Anna se implicaron en el negocio familiar por orden expresa de su padre. Ella se lo tomó tal cual una aventura, la oportunidad de lucir su tipo, sus modelitos y justificar así la disparatada cuantía de sus gastos personales, pero al margen de pulular entre familiares de finados y coquetear con los proveedores de flores y féretros, nunca tuvo el más leve interés en el negocio, y mucho menos en la parte más escabrosa del mismo. No le gustaban los muertos. Sin embargo, Jack empezó compaginando el trabajo con los estudios de derecho, aunque sin demasiado éxito, pues los libros fueron relegados en cuanto el joven descubrió el encanto de aquel trabajo, la antesala del más allá, la frontera entre dos mundos.
Aunque la empresa contaba con algunos empleados más, a Jack le gustaba tocar todos los instrumentos de aquella orquesta: atender la recepción, negociar las pólizas de seguro, llevar las cuentas, consolar familias, servir cafés, atender llamadas, conducir el coche fúnebre, rotular coronas, organizar las salas. Pero su quehacer favorito era el maquillaje y composición de los difuntos, un arte que aprendió del afable escocés que su padre había contratado por simpatía y que resultó ser un maestro en hacer que aquellos cuerpos deshabitados pareciesen recién dormidos.
En su retiro vital, el ingenuo de Colin no se percataba de que la simpatía de Anna era inversamente proporcional a su dedicación, y que, en realidad, era Jack quien se hacía cargo de todo, con el beneplácito de su hermana. Cuando la cerveza consumió el hígado de Colin, el peso de la funeraria recayó exclusivamente sobre los hombros de Jack.
El testamento dividía los bienes a partes iguales y Anna, aconsejada por un patético abogado, le pidió a su hermano la mitad del valor de la funeraria. Las venas de Jack se hincharon como sogas de barco y por poco no acaba siendo él mismo velado en una de aquellas salas. Una rabia feroz le subió desde el estómago al escuchar la propuesta de su hermana, a quien, ahora sí, estaba completamente convencido de que odiaba con todas sus fuerzas.
El desprecio alimentado durante años se había deformado hasta tener sabor propio, un sabor amargo y ardiente, como el café de la máquina. En sus ensoñaciones, Jack emulaba a su homónimo londinense, solo que en lugar de prostitutas, él destripaba a su propia hermana, a quien contemplaba desangrándose en el suelo para, después, devolverla a la vida, no por compasión, sino para revivir el gozo de matarla de nuevo, una vez y otra vez.
Pensó en asesinarla, realmente lo pensó, empujarla escaleras abajo, atropellarla con el coche fúnebre, contratar a matones de los barrios más sórdidos de Dublín, destrozar su orgulloso rostro a martillazos. Pero también consideraba la posibilidad de huir de ella, vender el negocio, darle su mitad y abandonar Irlanda en busca de ese paraíso cuadriculado donde cada cosa tiene su lugar y su correcta posición.
Entre fantasías criminales y arrepentimientos fugaces, Jack mantuvo el nivel de calidad del negocio a pesar de que Anna resultó ser un obstáculo más incómodo de lo previsto, con sus constantes requerimientos para recibir su mitad de la herencia. Los meses transcurrieron sin novedad, hasta aquella noche de tormenta.
Dublín llevaba semanas sin ver el sol, oculto tras grises nubes, brillantes sus calles por una constante lluvia que no lograba dar al río un color menos fúnebre. Serían las cuatro de la tarde, aunque por la negrura del cielo bien podrían haber sido las nueve de la noche. Un furgón oscuro y un coche de policía aparcaron junto a la puerta. Jack les esperaba desde hacía rato, avisado por una llamada de teléfono.
No era la primera vez que traían el cuerpo de un preso fallecido. En esta ocasión se trataba de una joven que ya no cumpliría los treinta años y que llevaba ocho encerrada por vete tú a saber qué crimen.
Dos únicos familiares, llegados de Belfast, acompañaban a la difunta y a los policías. Cumplimentaron todo el papeleo necesario y Jack les asignó la sala número seis, la más pequeña. Junto con otro empleado llevaron el cuerpo al piso de abajo, lo extrajeron de la funda y lo depositaron sobre una camilla metálica.
Se trataba de una mujer de pelo negro y piel blanca, demacrada, muy delgada a causa de esa enfermedad que la había liberado de la cárcel para toda la eternidad. Tendría que llamar al maquillador para que arreglase un poco aquel cadáver.
Fue una chispa, un instante, un relámpago que cruzó la mente de Jack y que puso en funcionamiento cada conexión neuronal, cada milímetro de su cerebro. Puede resultar una contradicción, pero Jack no se lo pensó mientras pensaba en ello. No esbozó un plan, sino que dibujó la meta sin una sola duda. Era como si aquella tormenta oscura hubiese tomado el control de sus pensamientos y de sus actos. Una luz se hizo en su voluntad, una luz que le ensombreció el alma.
Ahora, cuando todo había terminado, en pleno trance por su triunfo, se llevó a los labios un café, amargo y ardiente, que era miel elaborada por los ángeles para su deleite. Rememoró las últimas horas tratando de no sonreír.
La tarde anterior, Jack no llamó al maquillador. Él mismo se encargaría, como en tantas otras ocasiones, de dulcificar el rostro de la muerte. Pero para ello necesitaba el cadáver que debía ocupar la sala número seis.
Desde el sótano, llamó al móvil de su hermana. Le pidió que bajase para aclarar de una vez por todas el conflicto de la herencia y le dijo que se lo había pensado mejor y tenía los papeles listos, a la espera de que ella los firmase. El mejor reclamo para llevar a Annaloy al sótano. Casi no habían transcurrido dos minutos cuando ella entró en la sala, obviando su repulsión por los muertos ante la perspectiva de perderlos de vista de una vez por todas.
El extintor golpeó la nuca de Annaloy con una fuerza tan brutal que Jack no necesitó comprobar si tenía pulso. Echó el cerrojo, limpió la sangre del suelo y tumbó el cadáver de su hermana en otra camilla, junto a la ex reclusa. Sacó los instrumentos de maquillaje y se puso manos a la obra. El color de pelo de ambas era muy parecido, aunque más corto el de Anna, pero no importaba demasiado. Con maestría, fue adaptando el rostro de la que fuera su hermana hasta lograr un razonable parecido a la fallecida de muerte natural.
Jack lo preparó todo él mismo. Metió el cuerpo en el féretro, colocó el sudario, subió en el ascensor y, a través de los pasillos interiores, situó la caja con el cadáver de Annaloy en la sala número seis. Avisó a los familiares y les acompañó hasta el cristal que les separaba de la difunta. Lloraron unos instantes, breves e intensos. Se culparon por no haber ido a visitarla a prisión ni una sola vez. Fueron incapaces de distinguir cambio alguno y alabaron lo natural que habían dejado su semblante en aquella funeraria.
Agradecido por el halago, Jack se ganó su confianza y les convenció de las bondades de la cremación. Una vez aceptaron, y transcurridas las horas que imponía la ley, Jack se deshizo de los empleados que iban a ayudarle con la excusa de que la policía le rogó una extrema discreción. En apenas diez minutos había subido el cadáver al que aquellos norirlandeses deberían haber velado, para introducirlo, sin demasiados problemas, en el mismo féretro que ocupaba su hermana.
Nadie abrazaría aquél ataúd, nadie pediría abrirlo para ver por última vez el rostro de su ser querido, besarlo incluso, llorarlo por última vez antes de que se convirtiese en ceniza.
El ritmo de la música ambiental era tan pausado como el movimiento del féretro hacia el horno. Atravesó por entre los cortinajes y la puerta se cerró.
Los familiares de la joven salieron cogidos del brazo bajo el paraguas y comentaron con extrañeza la sonrisa que lucía aquel joven tan simpático de la funeraria, mientras se tomaba un café en pleno crematorio. Será que hay trabajos que deshumanizan a las personas, dijeron mientras subían al taxi.
Juan Moyano Tórtola, diciembre de 2012
Taller de escritura
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