Las luces de la ciudad aún hacían guardia cuando Ricardo enfiló el arbolado camino a la estación. Como cada día, la densidad de pasajeros de su andén era muy superior a la del andén de enfrente; y como cada día, llegó antes el tren que no era el suyo. La megafonía le tranquiliza y en un minuto ya está dentro del vagón, por suerte es un tren de dos pisos y suele haber asientos libres. En los otros trenes apenas caben de pie los viajeros y es posible hacer el trayecto sin sujetarse a ningún sitio, pues no hay espacio ni para caerse.
Allá va Ricardo en busca de una ventanilla, si es posible, sorteando rodillas, bolsas, mochilas, y se sienta encogido. El espacio no da para muchas comodidades.
Duda entre leer el periódico o dormitar un rato, aprovechando que los trenes de cercanías, a esas horas de la mañana, gozan del respetuoso silencio que se les niega a otros lugares más merecedores de él, como un hospital o una biblioteca. Descarta el periódico, no le gusta desde que vio a todo un andén leyendo las mismas noticias, las mismas mentiras, como borregos, pero lo ha cogido por no desairar a la chica que los reparte gratis, así que, desechada la lectura, opta por alargar el duermevela nocturno durante los veinte minutos de su viaje.
La primera parada provoca la estampida de siempre, es una estación grande donde muchos bajan y otros muchos suben, y tiene su propia sinfonía de sonidos, en este riguroso orden: el roce de ropas y bolsos moviéndose, las pisadas en el piso superior, un breve silencio, los pasos más rápidos de quienes buscan asiento, abrigos que se desprenden de sus dueños, el aire liberado de los frenos, el pitido que avisa de que se van a cerrar las puertas, el golpe al encontrarse ambas hojas y el primer tirón.
Pero hoy, para llevar la contraria a la rutina, irrumpe en escena una voz que no viene pidiendo dinero para comer, una voz que habla sin descanso, sin aire, sin dar opción a respuesta. Se acerca por el pasillo, descortés e incómoda, acompañada por los pasos de su dueña, una mujer, y de los otros pacientes pasos que la escuchan. Aquí, aquí hay dos asientos, uno frente a Ricardo, el otro, a su derecha. Dos segundos tarda en comprobar que es la propietaria de la estridente voz quien se sienta a su lado, de espaldas a la marcha.
Piensa Ricardo en abrir el periódico y lamenta no haber elegido libro nuevo ni haber recargado su MP3 para fugarse de la letanía que va a arruinar su dulce y liviano sueño. La voz prosigue con la imparable perorata, y si desde la puerta del vagón se escuchaba claramente, desde el “aquí, aquí, hay dos asientos” parece alojarse en el tímpano de Ricardo, ordinaria e infatigable.
Imagínate, imagínate, lo que tiene que estar pasando la pobre chica, imagínatelo, con su madre enferma, y el padre recién enterrado, todo para ella, trabajando, menos mal que tiene trabajo, la casa, la madre, la pena que debe de tener, y la familia sin dar señales de vida. Ana, se llama la criatura, vive en el tercero, el de la terraza llena de geranios, que ahora se están secando, como ya no vive el padre para cuidarlos, que era quien los tenía preciosos, y Ricardo trata de defenderse pensando en sus propios problemas, la bajada de sueldo, el trastero con goteras, el cochazo de su cuñado, que le aproveche al muy fantasma. Incapaz de lograrlo, intenta pensar en problemas más importantes que puedan combatir con la historia de esa desconocida, y aquí vienen a su mente la crisis mundial, la hambruna en África, la nave espacial que busca agua en Marte, ¿y qué hace buscando agua en Marte en lugar de buscarla en África?
Pero acaba por sucumbir a otros pensamientos que le llevan hasta su padre, quien también se marchó para siempre por culpa de un paso de cebra que no infundió respeto a aquel Seat blanco que en mala hora pasaba por allí. Recordó a su hermana, ahora en Düsseldorf, remendando niños en pediatría, y que no vuelve ni por Navidad. Pensó en sus geranios abrasados por el sol y la falta de riego durante este solitario verano en el que su esposa se marchó a Gijón para pensar si seguiría viviendo con él, y aún debe estar reflexionando, porque desde hace meses anda como ausente por la casa, parece otra, o tal vez sea Ricardo quien ha cambiado y por eso no está convencido del empeño por tener un hijo que Sandra trajo de Gijón como remedio a su matrimonio. Y este trabajo, que dure muchos años, pero qué poco gratificante, en nada se parece a la idea de hacer justicia que le acompañó en los estudios, en los meses de oposición, en el primer destino. Detesta su trabajo, a su jefe, a su cuñado también, y añora la impetuosa juventud que podía con todo, esa juventud que no odiaba porque estaba más ocupada en soñar y en amar. Y, sobre todo, echa de menos a la Sandra que le enamoró, tanto como al Ricardo que él mismo fue.
Pero sus geranios se malograron en un arranque de abandono, mientras que la chismosa pasajera dice que aquella pobre chica, de nombre Ana, ve a sus geranios morir de pena cada día un poco más. Y es que el padre de Ana, Felipe, qué buen hombre era, trataba a las plantas con la misma delicadeza que a las personas, y a ambas hablaba con cariño. Nadie tuvo jamás queja de él, ni un mal gesto, ni una palabra más alta que otra, siempre dispuesto a echar una mano a cualquiera, sí, también a los del cuarto, aunque le estropearan alguna camisa con unas gotas de lejía, quizá por descuido.
La madre de Ana, hija de un coronel de la Guardia Civil muy bien situado, es una mujer de tan delicada salud que en su historial médico hay enfermedades aún no descubiertas. Fue bautizada en San Francisco el Grande, recibiendo el premonitorio nombre de Dolores. Si acabó en un barrio obrero, casada con un albañil, no fue por amor, al menos no por ese amor tierno, encandilado y pleno de ilusiones con el que soñamos en la adolescencia, o incluso toda la vida.
Dolores y Felipe se conocieron en una fiesta que un amigo común celebraba por el centro, junto a una boca de metro de nombre olvidado, donde bailaron, rieron, bebieron, y como la casa andaba escasa de adultos, acabaron fundidos en un placentero abrazo cuyo fruto llegó exactamente nueve meses más tarde, entre dolores, como no podía ser de otro modo.
Aquel embarazo colisionó de frente con la remilgada moral del coronel y su santa esposa. Hasta tal punto se sintieron agraviados que, tras obligarles a contraer matrimonio, dejaron constancia de su enojo ante notario, en un testamento que olvidaba por completo a esa hija que les iba a hacer abuelos.
El jornal de Felipe no daba para un barrio de postín, ni para una casa grande, pero fue suficiente para un tercer piso con terraza y geranios.
Ana adoraba a su padre, mutuo sentimiento que hacía entrar en ebullición a Dolores, excluida de ese vínculo tan especial. Bien lo podría haber evitado de no haber tratado a su hija como a una intrusa y a su marido como al mentecato que la desheredó. Dolores, siempre deseosa de ser el centro de atención de la casa, de la familia, del barrio entero, estaba dotada de una falta de sensibilidad tan evidente que lo único capaz de atraer era la desconfianza de los demás, y como no pudo con unas armas, buscó otras, y encontró la compasión, y así empezó una considerable lista de síntomas, molestias y padecimientos exagerados con los que tenía en un puño a Ana y, especialmente, a Felipe, cuya bondad le incapacitaba para hacer algo distinto que no fuera cuidar a su esposa con infinita paciencia y buena dosis de ternura.
Así fueron transcurriendo los años, entre hospitales, medicamentos y dolencias que los médicos se veían incapaces de atajar, pero que mantenía a su familia girando en torno a Dolores, como fieles satélites. Ana se vio obligada a desistir de la universidad porque su madre solía ponerse muy enferma días antes de los exámenes finales y, algo inexplicable, los tres días de la selectividad.
Los medicamentos para enfermedades desconocidas son tan caros que Ana tuvo que buscar trabajo para ayudar económicamente a sufragar los gastos en farmacia, ya que Felipe no podía echar horas extras por atender a su esposa. Entre el andamio y su ingrata labor de enfermero, a Felipe se le escapaban las fuerzas, lo que aprovechó el cáncer para hacerse un hueco en las entrañas de quien tan bonitos tenía los geranios.
En pocos meses, una enfermedad tan común devoró al padre de Ana, mientras su madre resistía, incombustible, a tantas afecciones sin apenas rastro de secuelas.
Aunque Ana riega los geranios, no tiene ánimos para hablarles, ni para atender a su madre, ni para sonreír en la tienda a los clientes. Acaba de llevar flores a la lápida de su única fuente de amor en este mundo.
Y, de pronto, llega el silencio. La viajera se baja en esta estación y Ricardo, sin abrir los ojos, decide que no es el momento adecuado para tener un hijo, antes debe recuperar la armonía en su casa.
Duda entre leer el periódico o dormitar un rato, aprovechando que los trenes de cercanías, a esas horas de la mañana, gozan del respetuoso silencio que se les niega a otros lugares más merecedores de él, como un hospital o una biblioteca. Descarta el periódico, no le gusta desde que vio a todo un andén leyendo las mismas noticias, las mismas mentiras, como borregos, pero lo ha cogido por no desairar a la chica que los reparte gratis, así que, desechada la lectura, opta por alargar el duermevela nocturno durante los veinte minutos de su viaje.
La primera parada provoca la estampida de siempre, es una estación grande donde muchos bajan y otros muchos suben, y tiene su propia sinfonía de sonidos, en este riguroso orden: el roce de ropas y bolsos moviéndose, las pisadas en el piso superior, un breve silencio, los pasos más rápidos de quienes buscan asiento, abrigos que se desprenden de sus dueños, el aire liberado de los frenos, el pitido que avisa de que se van a cerrar las puertas, el golpe al encontrarse ambas hojas y el primer tirón.
Pero hoy, para llevar la contraria a la rutina, irrumpe en escena una voz que no viene pidiendo dinero para comer, una voz que habla sin descanso, sin aire, sin dar opción a respuesta. Se acerca por el pasillo, descortés e incómoda, acompañada por los pasos de su dueña, una mujer, y de los otros pacientes pasos que la escuchan. Aquí, aquí hay dos asientos, uno frente a Ricardo, el otro, a su derecha. Dos segundos tarda en comprobar que es la propietaria de la estridente voz quien se sienta a su lado, de espaldas a la marcha.
Piensa Ricardo en abrir el periódico y lamenta no haber elegido libro nuevo ni haber recargado su MP3 para fugarse de la letanía que va a arruinar su dulce y liviano sueño. La voz prosigue con la imparable perorata, y si desde la puerta del vagón se escuchaba claramente, desde el “aquí, aquí, hay dos asientos” parece alojarse en el tímpano de Ricardo, ordinaria e infatigable.
Imagínate, imagínate, lo que tiene que estar pasando la pobre chica, imagínatelo, con su madre enferma, y el padre recién enterrado, todo para ella, trabajando, menos mal que tiene trabajo, la casa, la madre, la pena que debe de tener, y la familia sin dar señales de vida. Ana, se llama la criatura, vive en el tercero, el de la terraza llena de geranios, que ahora se están secando, como ya no vive el padre para cuidarlos, que era quien los tenía preciosos, y Ricardo trata de defenderse pensando en sus propios problemas, la bajada de sueldo, el trastero con goteras, el cochazo de su cuñado, que le aproveche al muy fantasma. Incapaz de lograrlo, intenta pensar en problemas más importantes que puedan combatir con la historia de esa desconocida, y aquí vienen a su mente la crisis mundial, la hambruna en África, la nave espacial que busca agua en Marte, ¿y qué hace buscando agua en Marte en lugar de buscarla en África?
Pero acaba por sucumbir a otros pensamientos que le llevan hasta su padre, quien también se marchó para siempre por culpa de un paso de cebra que no infundió respeto a aquel Seat blanco que en mala hora pasaba por allí. Recordó a su hermana, ahora en Düsseldorf, remendando niños en pediatría, y que no vuelve ni por Navidad. Pensó en sus geranios abrasados por el sol y la falta de riego durante este solitario verano en el que su esposa se marchó a Gijón para pensar si seguiría viviendo con él, y aún debe estar reflexionando, porque desde hace meses anda como ausente por la casa, parece otra, o tal vez sea Ricardo quien ha cambiado y por eso no está convencido del empeño por tener un hijo que Sandra trajo de Gijón como remedio a su matrimonio. Y este trabajo, que dure muchos años, pero qué poco gratificante, en nada se parece a la idea de hacer justicia que le acompañó en los estudios, en los meses de oposición, en el primer destino. Detesta su trabajo, a su jefe, a su cuñado también, y añora la impetuosa juventud que podía con todo, esa juventud que no odiaba porque estaba más ocupada en soñar y en amar. Y, sobre todo, echa de menos a la Sandra que le enamoró, tanto como al Ricardo que él mismo fue.
Pero sus geranios se malograron en un arranque de abandono, mientras que la chismosa pasajera dice que aquella pobre chica, de nombre Ana, ve a sus geranios morir de pena cada día un poco más. Y es que el padre de Ana, Felipe, qué buen hombre era, trataba a las plantas con la misma delicadeza que a las personas, y a ambas hablaba con cariño. Nadie tuvo jamás queja de él, ni un mal gesto, ni una palabra más alta que otra, siempre dispuesto a echar una mano a cualquiera, sí, también a los del cuarto, aunque le estropearan alguna camisa con unas gotas de lejía, quizá por descuido.
La madre de Ana, hija de un coronel de la Guardia Civil muy bien situado, es una mujer de tan delicada salud que en su historial médico hay enfermedades aún no descubiertas. Fue bautizada en San Francisco el Grande, recibiendo el premonitorio nombre de Dolores. Si acabó en un barrio obrero, casada con un albañil, no fue por amor, al menos no por ese amor tierno, encandilado y pleno de ilusiones con el que soñamos en la adolescencia, o incluso toda la vida.
Dolores y Felipe se conocieron en una fiesta que un amigo común celebraba por el centro, junto a una boca de metro de nombre olvidado, donde bailaron, rieron, bebieron, y como la casa andaba escasa de adultos, acabaron fundidos en un placentero abrazo cuyo fruto llegó exactamente nueve meses más tarde, entre dolores, como no podía ser de otro modo.
Aquel embarazo colisionó de frente con la remilgada moral del coronel y su santa esposa. Hasta tal punto se sintieron agraviados que, tras obligarles a contraer matrimonio, dejaron constancia de su enojo ante notario, en un testamento que olvidaba por completo a esa hija que les iba a hacer abuelos.
El jornal de Felipe no daba para un barrio de postín, ni para una casa grande, pero fue suficiente para un tercer piso con terraza y geranios.
Ana adoraba a su padre, mutuo sentimiento que hacía entrar en ebullición a Dolores, excluida de ese vínculo tan especial. Bien lo podría haber evitado de no haber tratado a su hija como a una intrusa y a su marido como al mentecato que la desheredó. Dolores, siempre deseosa de ser el centro de atención de la casa, de la familia, del barrio entero, estaba dotada de una falta de sensibilidad tan evidente que lo único capaz de atraer era la desconfianza de los demás, y como no pudo con unas armas, buscó otras, y encontró la compasión, y así empezó una considerable lista de síntomas, molestias y padecimientos exagerados con los que tenía en un puño a Ana y, especialmente, a Felipe, cuya bondad le incapacitaba para hacer algo distinto que no fuera cuidar a su esposa con infinita paciencia y buena dosis de ternura.
Así fueron transcurriendo los años, entre hospitales, medicamentos y dolencias que los médicos se veían incapaces de atajar, pero que mantenía a su familia girando en torno a Dolores, como fieles satélites. Ana se vio obligada a desistir de la universidad porque su madre solía ponerse muy enferma días antes de los exámenes finales y, algo inexplicable, los tres días de la selectividad.
Los medicamentos para enfermedades desconocidas son tan caros que Ana tuvo que buscar trabajo para ayudar económicamente a sufragar los gastos en farmacia, ya que Felipe no podía echar horas extras por atender a su esposa. Entre el andamio y su ingrata labor de enfermero, a Felipe se le escapaban las fuerzas, lo que aprovechó el cáncer para hacerse un hueco en las entrañas de quien tan bonitos tenía los geranios.
En pocos meses, una enfermedad tan común devoró al padre de Ana, mientras su madre resistía, incombustible, a tantas afecciones sin apenas rastro de secuelas.
Aunque Ana riega los geranios, no tiene ánimos para hablarles, ni para atender a su madre, ni para sonreír en la tienda a los clientes. Acaba de llevar flores a la lápida de su única fuente de amor en este mundo.
Y, de pronto, llega el silencio. La viajera se baja en esta estación y Ricardo, sin abrir los ojos, decide que no es el momento adecuado para tener un hijo, antes debe recuperar la armonía en su casa.
Este relato nació como un ejercicio del taller de escritura, una historia dentro de otra historia. Su destino venía marcado por una lectura en grupo y, tal vez, llegara a ser publicado en alguna de las secciones de este blog. Más allá de ese destino, el relato tiene la oportunidad de seguir latiendo. He invitado a mi trastienda a una sola persona, una mujer cuyo modo de escribir me ha encandilado desde el primer texto que escuché de su propia voz, tal vez porque también escribe con el alma. Querida Gaëlle, gracias por aceptar y bienvenida a tu trastienda.
Juan, noviembre de 2012
Simplemente genial!! tu taller teacher!!
ResponderEliminarMuchas gracias, mi querida teachar.
EliminarPerdón, es teacher, ha sido un lapsus. Por cierto, ya habrás visto quién va a darle un futuro o un pasado a este relato. ¿Qué te parece? Yo estoy encantado, me fascina el modo de escribir de Gaëlle, es muy especial.
EliminarGracias!!
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