Caminaba por aquel pasillo inacabable, a medio iluminar, de cuyos lados iban surgiendo puertas y más puertas, todas iguales, del mismo color impreciso, todas cerradas, todas invitándome a abrirlas. Quise ignorarlas, pero llegó un momento en el que fui incapaz de resistirme a averiguar qué se escondía tras una de ellas. Fijé la mirada en una del lado derecho. No sabría decir si la elegí yo o me eligió ella a mí. Detuve los pasos frente a la puerta, tomé aire, giré el pomo lentamente y, desde el umbral, miré hacia el interior.
La estancia era pequeña, un cuartucho diminuto y oscuro, con un espejo enmarcado en madera que ocupaba casi toda la pared. El espejo reflejaba la oscuridad del cuarto, la puerta entornada y mi propia imagen, con mi mano aún sujetando el pomo. Solo al adaptarme a la penumbra pude ver que el espejo no me devolvía la imagen de mis cuarenta y tantos años de vida, sino unos lejanos catorce otoños, inquietos y despreocupados. Moví la mano libre, levanté el brazo, ladeé la cabeza. También el niño del espejo, en perfecta sincronía. No sentí miedo, sino sorpresa, que pronto se tornó añoranza. Sonreí, y la sonrisa que me devolvió mi imagen del espejo estaba libre de esa carga de amargura con la que el tiempo la ha ido tiñendo. Me acerqué unos pasos hacia el interior, los mismos que dio mi imagen infantil. Sin embargo, pese a hallarme más cerca del espejo, la distancia con el niño que fui seguía siendo la misma que al abrir la puerta. Dos pasos más al frente, ya casi puedo tocar el espejo con los dedos si estiro el brazo, dos pasos al frente da también la imagen del espejo, simultáneos a los míos, idénticos. Pero entre el niño que fui y el hombre que soy sigue habiendo la misma distancia, tan alejados como antes, tan cercanos como siempre.
Imposible contener las lágrimas. Un llanto nostálgico y culpable me invitó a cerrar la puerta.
Enfilé de nuevo el pasillo y me detuve ante la siguiente puerta del lado contrario, el izquierdo. Con una mano me enjugué las lágrimas y con la otra giré el picaporte. Otro cuarto menudo, con el mismo matiz oscuro, y otro espejo enmarcado en madera mostrando mi reflejo. No necesité acercarme para ver que aquella imagen de mí mismo rondaba los ochenta años. Me acerqué al espejo, uno, dos, tres pasos, ambos lo hicimos. Esta vez la distancia entre nosotros menguó hasta el punto de que nuestros rostros casi se rozaron. Podría haber sentido la respiración de aquel octogenario, encorvado y mustio.
Sonreí, pero en esta ocasión lo hice yo solo. La imagen del espejo hizo una mueca triste y comenzó a llorar. Entonces, dio unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarme, tomó el picaporte con mano temblorosa, entornó la puerta de su lado del espejo y desapareció tras ella.
Salí del cuarto unos segundos después que él, quebrantando por completo las leyes de la reflexión. Miré hacia el fondo del pasillo y comencé a andar de nuevo, dejando atrás todas y cada una de las puertas, las que abrí, las que no, y las que iban desfilando a cada lado del pasillo y me tentaban calladamente a descubrir su enigmático interior.
Juan Moyano Tórtola, octubre de 2012
Uauuuuu, se me han puesto los pelos como escarpias, que bonito. No pares, sigue escribiendo.
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