Ay, este
martillo tiene tomada la medida de mi dedo gordo, las puntas agachan la cabeza
y siempre me atizo, pero me callaré, no vaya a ser peor el castigo por gritar,
piensa Juanito mientras clava puntas en el patio del colegio, vigilado, rendido
al hambre, renegando avemarías. Casi está armado el escenario, clava que te
clava, sierra que te sierra, qué calor con este frío, el serrucho se atasca en
los nudos de la madera, y otro montón de serrín en el suelo, Juanito, que tu
hijo se está poniendo pe-pe-perdido, y él, déjale, el olor a madera le
perseguirá toda la vida. Padre e hijo salen de la mano y se marchan caminando
y, ya en casa, se ducha, come algo rápido y, de nuevo hacia el hospital,
rogando por lo bajito que sigan en la cabina las quinientas pesetas que se dejó
al llamar a la familia con la buena nueva, sí, un niño con mucho pelo, y con
suerte de por vida, que ha nacido de pie. Lo toma en brazos emocionado y ya suben
los escalones hacia donde se abre la boca del oscuro pasillo, allí está,
grandiosamente iluminado el estadio, el terreno de juego de un verde celestial,
con los jugadores correteando, los aficionados enardecidos y Juanito percibe el
temblor de la manita de su hijo ante la fascinación del primer partido de
fútbol de su memoria, mientras observa el balón de un lado a otro y a sus hijos
jugando a la pelota. Les silva desde la ventana para que suban a cenar, que ya
es hora y su madre tiene hoy turno de noche en el hospital, es el único modo de
que Juanito abandone esa condición de pluriempleado y el corazón se le aligere
de cargas. No es tan fácil, media vida con dos empleos y ahora, míralo,
fregando platos y calentando la cena de los niños, que ya suben corriendo al
tercero, puerta izquierda, entran corriendo, qué grande es el piso, todavía con
las ventanas marcadas con esa inútil equis blanca, qué luminoso, cuántos
muebles habrá que comprar para llenar esto, dice Juanito a su esposa. Hay eco
en el salón y en los dormitorios, la pila de la cocina es de piedra, miran y remiran,
y ahora quién llama al timbre, es el vecino, vuestro padre quiere veros, y los
hijos de Juanito se calzan, cierran la puerta, dejan la cena a medio empezar
sobre la mesa y la película del oeste a medio terminar, o viceversa. El vecino
no habla durante el trayecto hasta el hospital, solo conduce y les deja en el
pasillo de urgencias, a la luz de los fluorescentes, donde su madre les entrega
el reloj de Juanito, así, sin más, mientras un vecino le dice a otro que por
dónde se va al tanatorio, y las conversaciones se nublan, las voces se
emborronan y solo se escucha la nada. El
médico dice que nada de alcohol, nada de tabaco y ejercicio físico moderado,
que este adolescente ya tiene algunas arterias encogidas y válvulas
caprichosas. Juanito sale de la consulta con el maldito informe lejos de su
vista, tan asustado como sereno, y llega a casa, gira la llave en la cerradura,
se abre la puerta, las suelas rascan el felpudo, cuelga la gabardina, hola
papá, hola hijos, a comer que las patatas se enfrían y papá se tiene que
marchar otra vez al trabajo, el huevo frito no tiene sal, ni gota, nada de sal,
y el salero acaba estampado contra la pared empujado por la frustración de
Juanito, que se escabulle para no ser visto por dios, se aleja de los misales,
da la espalda al altar y se queda en la calle, supurando rencores, mientras su
hijo toma la primera comunión sin fotos que lo demuestren, ya irá después al
restaurante cerca de Atocha a comer, saldrá barato, apenas llegamos a la docena,
o trece, han sido trece, una de trece, ochenta mil pesetas para cada uno de la
peña, hacía bien Juanito en mandar a su hijo a echar la quiniela cada viernes,
que para eso nació de pie. El lunes entra en el taller con el resguardo en el
bolsillo, entre sonrisas, entre aplausos a quienes hacen su papel sobre el
escenario que claveteó Juanito, con ángeles, vírgenes, mesías y monarcas del
lejano oriente bajo la quietud de una única estrella plateada y decenas de
sotanas y hábitos mal encarados que amenazan al perezoso en aplaudir, pero
Juanito no aplaude, está de mal humor y lanza al césped la almohadilla y detrás
va su carné del Atleti que un señor de gorra recogerá y, como sucede a menudo,
dará de baja al titular junto a los otros titulares que también lo han tirado
y, como sucede igual de a menudo, Juanito irá unos días después a hacerse socio
de nuevo.
Me encanta
ResponderEliminarGracias, mi Montse, eso me anima a escribir otras "vidas". ¿Me ayudarás?
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