Gracias, mi querida Goyi, tu sabiduría sigue siendo el faro que orienta mis erráticos pasos.
Hace algunos
días, por segunda vez en mi vida, me sentí un ladrón de sueños. La culpabilidad
me corroe, aunque no puedo arrepentirme, ni tendría sentido hacerlo.
Fue un acto
premeditado y nocturno, pero necesario. Hubo que elegir muy bien el momento, el
lugar, el estado de ánimo y, sobre todo, las palabras, convertidas en herramientas
que es preciso manejar con mucho tiento para no desgarrar la candidez más de lo
estrictamente necesario.
Sí, me sentí un
ratero, un rinoceronte pisoteando la fantasía, hincando el cuerno entre las
costillas de la inocencia.
Era necesario,
llamémoslo ley de vida, cambio de etapa o lo que sea.
¿Cómo decir a
un niño que la magia no existe? Parece fácil emplastecer la ingenuidad con tres
brochazos de lógica, pero hacerlo sin causar la desilusión con la que muchos
reciben tal noticia es harto complicado, hay que hilar muy fino. Para colmo, el
momento adecuado transcurre al otro lado de tres puertas a elegir: una nos
permite atinar, pero en las otras dos erramos, bien por anticipación, bien por
demorarlo demasiado hasta permitir que algún irresponsable se nos adelante sin
tantos miramientos.
Ese era mi
miedo, nuestro miedo, que el candor se diese de bruces con una verdad de
dientes afilados, esa verdad voraz que gusta de ridiculizar a quienes tienen la
inmensa suerte de creer en lo imposible, de poner sus deseos en manos de lo
inverosímil.
Las madres, que
suelen saber mucho más del corazón que cualquier otro ser, incluidos sicólogos
y cardiólogos, son capaces de sufrir la pena de sus hijos, de llorar sus
lágrimas de infancia, pero también de admirar la belleza de un instante. No fue
mi hijo quien lloró, sino su madre, y fue mi madre adoptiva quien cambió
el sentido de esta vivencia, fue ella quien me regaló colores amables para que
el lienzo de sensaciones que yo emborronaba dejase oculto el gris del Goya más
atormentado hasta convertirlo en un bello cuadro, luminoso, radiante.
Me hizo
comprender, con sus palabras llenas de sincera espontaneidad, que doce años bajo
el influjo de la ilusión, sin resquicios para las dudas, son un auténtico lujo
en estos tiempos donde la información –y la desinformación– aporrean las
puertas sin preguntar si hay niños durmiendo, entran, desparraman su contenido
y se marchan hasta mejor ocasión.
Lo que antes se
preguntaba a los abuelos, se descubría husmeando en los tomos de la
enciclopedia, se buscaba en los kioscos, surgía entre los chismes familiares o
previa consulta a los amiguetes, ahora llega multiplicado por mil millones con
tan solo pulsar las teclas de un mando, un ratón o un móvil, aparatos que cada
vez son más precoces en el trato con la fauna infantil, y en eso los
progenitores tenemos buena parte de culpa, por no decir toda.
Entendí
entonces que robé los sueños de mi hijo, desenmascaré a la magia y pisoteé su
inocencia cuando ya habían madurado en él y justo antes de que algún
desaprensivo le extirpara su mundo infantil de cuajo o él mismo abriese la
puerta a esa extraña pareja que forman la información y la desinformación, tan
unidas que a veces no es posible distinguir a la una de la otra.
Ahora me queda
el poso amargo del tiempo que no se puede recuperar, ese tiempo que ayer me
hacía cambiar pañales y ejercer de monarca y de camélido al mismo tiempo, un
tiempo en el que era el más listo y el más fuerte del mundo, un tiempo que hoy
pretende hacer de mí un mero espectador de la vida de mis hijos.
Que pasada !!!hay que ver como escribes niño,simplemente genial ,me pongo en tu piel como madre,y tienes toda la razón.Un beso enorme a los cuatro,muaks.
ResponderEliminarAnita, cielo, muchas gracias, siempre tan generosa conmigo. Un besazo, guapísima.
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ResponderEliminarFantástico!!!!! Que razón llevas y que bien te expresas. ¡¡ Que privilegio tan grande ser tu amiga y poder disfrutar de lo que escribes!!! Un besazo virtual compi, porque el otro abrazo ya te lo daré el próximo día que me dejes (a las 13’00 h) aprovecharme de tu compañía. Chao.
ResponderEliminarComo verás soy la anónima de antes, lo que pasa que ya he aprendido a que salga mi nombre y es que se me olvidaba decirte algo. Albert Espinosa en su libro “El mundo amarillo”, habla de las personas amarillas, y siento que tu eres “Un amarillo”, para mí. Y dirás, ¿Qué es un amarillo?, pues un amarillo son personas que irrumpen en nuestra vida y con las que enseguida conectamos. Que con su presencia, con sus palabras, nos hacen reír, pensar, disfrutar, y crean a su alrededor un mundo mas cálido y amable. Tu cumples esos requisitos y más. Gracias Juan por ser como eres.
ResponderEliminarAdemás de increíble este relato me parece terapéutico para muchos padres de hoy en día que se sienten desorientados.
ResponderEliminarEres muy amable, María Encina. Necesitaba escribirlo, era algo que me estaba doliendo. Los padres y las madres siempre estaremos desorientados, aunque ayuda saber que somos muchos en esa situación.
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