"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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jueves, 1 de marzo de 2012

DOS POLLOS


“Dos pollos”. Y colgó.
Fueron sus únicas palabras al contestar una llamada de móvil. Esas dos palabras, escuetas, claras, sin siquiera un “sí” o un “diga”. Nada más, ni adiós, ni gracias, ni que te den, ni nada de nada.
Hace ya años de esto, cuando los móviles eran algo ajeno y lejano que yo pensaba solo llevaría un médico de guardia, un piloto entre dos vuelos, un policía de servicio, un ejecutivo imprescindible o un broker insaciable. Ahora hay niños de siete años que tienen un teléfono móvil con tarifa plana y acceso a internet. Allá cada cual.
A lo que voy no es a quién puede tenerlo, sino al impacto audible que sus dueños y dueñas provocan en el entorno. Dejando a un lado toda la infinita gama de sonidos con que surtimos a nuestro móvil para que nos avise de una llamada, que también tiene su impacto, me voy a referir a la propia conversación, mejor dicho, a la mitad de la conversación.
Porque, a decir verdad, no todo el mundo que habla por el móvil da muestras de ello, pero sobran quienes se jactan de sus conversaciones, como si los demás no hubiéramos nacido con el don de la palabra, y pretenden dejar claro que están hablando de un tema “tannnnn interesannnnnte” que van a hacernos el favor de compartirlo con todo el vagón.
Digo vagón porque es mi medio de transporte, cuatro veces al día, durante cerca de noventa minutos diarios. Seguro que hay quien está más tiempo y en otros medios de transporte. Pues que lo escriba.
Y es que hay quienes viajan en el último asiento y nos permiten a los que estamos en la otra punta del vagón enterarnos de su parte de la conversación, aunque a veces sería fácil seguir el hilo cuando se trata de esos elementos que no dejan a su interlocutor decir nada más extenso del “sí” o el “ajá” que le indica estar a la escucha.
No tengo por costumbre estar atento a conversaciones ajenas, pero resulta imposible abstraerse en la lectura cuando dos asientos más allá hay una castaña (de pelo, por no poner siempre como ejemplo a una rubia o a una morena) desgañitando un “síiiiiiiiii, qué fuerteeeeeeeee”, o un ucraniano que debe de pensar que su novia no le escucha bien desde Kiev si no le grita al teléfono como un poseso.
Otras veces es una madre que ofrece a su prole el mapa virtual de la nevera para que localicen la cacerola de los garbanzos “que llevan hechos desde el viernes, y como no os los comáis se estropean, pero pruébalos antes, o que los pruebe tu hermana, por si acaso, y olerlos antes de probarlos, y cerrar el microondas, con cuidado, que no derraméis el caldo, que ayer tiraste medio vaso de leche”, y todo esto con la misma voz con la que Montserrat Caballé cerraría temporada en el Liceo.
Y es que eso, dicho a las 14:25, apenas incide en la trama del libro que tienes entre las manos o, incluso, en la música que llevas para ti solo. Pero lo mismo, dicho a las 7:15, es tan desagradable como cuando al profesor de lengua se le rompía la tiza en mitad de la frase y arañaba la pizarra con las uñas. Si no tuviese prisa, dan ganas de bajarse del tren.
Al margen de que cada persona posee un timbre de voz diferente, y algunos susurran a gritos, lo cierto es que hay quien es partidario de compartir con los demás sus disquisiciones telefónicas, sus discusiones de pareja, sus quejas sobre el jefe, su opinión sobre el fuera de juego que no era, o hasta sus proyectos de futuro.
A veces también se escuchan palabras dulces, palabras de ánimo, frases de cariño, de comprensión, ese lenguaje tan necesario en la vida, pero es infrecuente oírlas porque se pronuncian sin tanta alharaca, en exclusiva para su destinatario, y no para todo un tren.
En cambio, cuántas filípicas, cuántas confidencias desconfiadas, cuántos “tú lo que eres es gilipollas”, cuánta crítica corrosiva, cuánta tontería inalámbrica.
Y cuánta excusa mañanera. Sí, es cierto, hay veces que el tren circula con parsimonia, con la marcha quebrada, pero se ha tomado por costumbre achacar siempre al tren el retraso en el fichaje, y no me refiero a lo que cada uno quiera contar a su jefe cuando llegue al trabajo, sino a que lo van adelantando por el móvil y se permiten en lujo de decir “es que llevamos aquí diez minutos parados en mitad de la vía y esto no se mueve” cuando apenas les ha dado tiempo a buscar el número en la agenda y pulsar el botón verde, porque, eso sí, no van a mentir diciendo que el tren está parado cuando anda, pero nada malo hay en dilatar la duración de esa parada tanto como les venga en gana, haciendo los minutos tan elásticos como sea necesario. Así no hay quien endulce la reputación del transporte público.
Sigo pensando si “dos pollos” era una clave de voz, los ingredientes de una receta o un mensaje cifrado de la CIA. Quién sabe, a lo mejor el de los pollos era un agente secreto.

2 comentarios:

  1. Qué bien escribes, Juan!!! Y cómo comparto palabra por palabra lo que dices...que yo también soy usuaria diaria de nuestro querido tren.
    Besos

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  2. Muchas gracias, preciosa, me alegra saber que no soy el único al que le ocurren estas cosas. Besitos.

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