“Dos pollos”. Y
colgó.
Fueron sus
únicas palabras al contestar una llamada de móvil. Esas dos palabras, escuetas,
claras, sin siquiera un “sí” o un “diga”. Nada más, ni adiós, ni gracias, ni
que te den, ni nada de nada.
Hace ya años de
esto, cuando los móviles eran algo ajeno y lejano que yo pensaba solo llevaría
un médico de guardia, un piloto entre dos vuelos, un policía de servicio, un
ejecutivo imprescindible o un broker insaciable. Ahora hay niños de siete años
que tienen un teléfono móvil con tarifa plana y acceso a internet. Allá cada
cual.
A lo que voy no
es a quién puede tenerlo, sino al impacto audible que sus dueños y dueñas
provocan en el entorno. Dejando a un lado toda la infinita gama de sonidos con
que surtimos a nuestro móvil para que nos avise de una llamada, que también
tiene su impacto, me voy a referir a la propia conversación, mejor dicho, a la
mitad de la conversación.
Porque, a decir
verdad, no todo el mundo que habla por el móvil da muestras de ello, pero
sobran quienes se jactan de sus conversaciones, como si los demás no hubiéramos
nacido con el don de la palabra, y pretenden dejar claro que están hablando de
un tema “tannnnn interesannnnnte” que van a hacernos el favor de
compartirlo con todo el vagón.
Digo vagón
porque es mi medio de transporte, cuatro veces al día, durante cerca de noventa
minutos diarios. Seguro que hay quien está más tiempo y en otros medios de transporte.
Pues que lo escriba.
Y es que hay
quienes viajan en el último asiento y nos permiten a los que estamos en la otra
punta del vagón enterarnos de su parte de la conversación, aunque a veces sería
fácil seguir el hilo cuando se trata de esos elementos que no dejan a su
interlocutor decir nada más extenso del “sí” o el “ajá” que le
indica estar a la escucha.
No tengo por
costumbre estar atento a conversaciones ajenas, pero resulta imposible
abstraerse en la lectura cuando dos asientos más allá hay una castaña (de pelo,
por no poner siempre como ejemplo a una rubia o a una morena) desgañitando un
“síiiiiiiiii, qué fuerteeeeeeeee”, o un ucraniano que debe de pensar que su
novia no le escucha bien desde Kiev si no le grita al teléfono como un poseso.
Otras veces es
una madre que ofrece a su prole el mapa virtual de la nevera para que localicen
la cacerola de los garbanzos “que llevan hechos desde el viernes, y como no
os los comáis se estropean, pero pruébalos antes, o que los pruebe tu hermana,
por si acaso, y olerlos antes de probarlos, y cerrar el microondas, con
cuidado, que no derraméis el caldo, que ayer tiraste medio vaso de leche”,
y todo esto con la misma voz con la que Montserrat Caballé cerraría temporada
en el Liceo.
Y es que eso,
dicho a las 14:25, apenas incide en la trama del libro que tienes entre las
manos o, incluso, en la música que llevas para ti solo. Pero lo mismo, dicho a
las 7:15, es tan desagradable como cuando al profesor de lengua se le rompía la
tiza en mitad de la frase y arañaba la pizarra con las uñas. Si no tuviese
prisa, dan ganas de bajarse del tren.
Al margen de
que cada persona posee un timbre de voz diferente, y algunos susurran a gritos,
lo cierto es que hay quien es partidario de compartir con los demás sus
disquisiciones telefónicas, sus discusiones de pareja, sus quejas sobre el
jefe, su opinión sobre el fuera de juego que no era, o hasta sus proyectos de
futuro.
A veces también
se escuchan palabras dulces, palabras de ánimo, frases de cariño, de
comprensión, ese lenguaje tan necesario en la vida, pero es infrecuente oírlas
porque se pronuncian sin tanta alharaca, en exclusiva para su
destinatario, y no para todo un tren.
En cambio,
cuántas filípicas, cuántas confidencias desconfiadas, cuántos “tú lo que
eres es gilipollas”, cuánta crítica corrosiva, cuánta tontería inalámbrica.
Y cuánta excusa
mañanera. Sí, es cierto, hay veces que el tren circula con parsimonia, con la
marcha quebrada, pero se ha tomado por costumbre achacar siempre al tren el
retraso en el fichaje, y no me refiero a lo que cada uno quiera contar a su
jefe cuando llegue al trabajo, sino a que lo van adelantando por el móvil y se
permiten en lujo de decir “es que llevamos aquí diez minutos parados en
mitad de la vía y esto no se mueve” cuando apenas les ha dado tiempo a
buscar el número en la agenda y pulsar el botón verde, porque, eso sí, no van a
mentir diciendo que el tren está parado cuando anda, pero nada malo hay en
dilatar la duración de esa parada tanto como les venga en gana, haciendo los
minutos tan elásticos como sea necesario. Así no hay quien endulce la
reputación del transporte público.
Sigo pensando
si “dos pollos” era una clave de voz, los ingredientes de una receta o
un mensaje cifrado de la CIA. Quién sabe, a lo mejor el de los pollos era un
agente secreto.
Qué bien escribes, Juan!!! Y cómo comparto palabra por palabra lo que dices...que yo también soy usuaria diaria de nuestro querido tren.
ResponderEliminarBesos
Muchas gracias, preciosa, me alegra saber que no soy el único al que le ocurren estas cosas. Besitos.
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