"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 29 de marzo de 2013

MALDITO ADN


Tengo la convicción de que no vais a creer este relato. La verdad, y no porque venga de mí, sino por lo que tiene de novedosa, carece de fuerza para hacer sombra a la tradición cultural, por mucha calumnia que ésta haya esparcido sobre las relaciones familiares de los padres de la civilización humana.

Se trata de la historia de mi familia y también de la tuya, aunque no sean la misma.

Todo comienza en el paraíso, ese lugar maravilloso del que expulsaron a mis tatara-tatara-tatara —y así unas doscientas y pico de veces— tatarabuelos. A través de todas y cada una de esas generaciones se ha ido transmitiendo la verdad. La versión adulterada de los hechos ha condicionado el pensamiento humano, el desarrollo económico, las relaciones familiares y algunas otras creencias. Pero la única que habéis conocido es la versión pedrojotiana que inoculó en vuestro ADN el cromosoma de la culpa, por un presunto mordisco desobediente.

Es cierto que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, pero no por haber mordido la manzana de un árbol cargado de ellas en un jardín atestado de frutales. También es cierto que la culpable fue la serpiente. Lo que no es cierto es que aquel reptil instigara a Eva a la desobediencia. La serpiente fue culpable por hablar, solo por hablar.

Me explico: el señor de aquel paraíso no quería que los humanos compartiesen con el resto de la fauna un don tan divino como el del habla. Consideraba que hombre y mujer eran su obra maestra, la cumbre de su creación. Pero sucedió que bajo el árbol de la ciencia del bien y del mal, planta misteriosa donde las haya, que tan pronto hacía florecer manzanas como transmitía dones y saberes de un bicho viviente a otro, incluso de humano a reptil, bajo ese árbol, decía, junto a su tronco, rozando sus ramas, tanto podría haber hablado la serpiente, y así sucedió, como acabar Eva y Adán reptando por el suelo. Para cortar de raíz el riesgo de contagio y evitar un galimatías de conversaciones entre millones de especies animales, o tal vez temiendo que sus amados humanos acabaran por anidar sobre las ramas del famoso árbol, el dueño de aquel jardín idílico optó por desahuciar a esas criaturas que tenían el don de la palabra: expulsó a los tres, dejándoles al otro lado de la frondosa valla que separaba el paraíso de la seca tierra.

Sí, a los tres, ¿o acaso creíais que iba a dejar allí a la serpiente parlante y así exponerse a que, bajo las ramas del árbol de la ciencia del bien y del mal, pudiese transmitir su facultad de hablar a un koala, una mosca del vinagre o un caimán? Los tres a la puñetera calle, y adiós problemas.

La serpiente había sido expulsada del paraíso cuando estaba a punto de parir y, pasadas un par de semanas, tuvo dos preciosas crías perfectamente formadas, escurridizas y siseantes. Las crías heredaron la capacidad lingüística de su madre y, a lo largo de doscientas y pico generaciones, fueron transmitiendo tanto ese don a través del ADN, como la historia que aquí estáis leyendo, por medio de la tradición oral, hasta llegar a servidora, que gracias a un ipad olvidado en el zoológico donde vivo, me permito tender un puente entre especies al difundir la verdad no solo de forma oral a mis crías, sino a toda la humanidad a través de la escritura. Parece que los humanos necesitáis ver las cosas para creerlas. Pero sigamos con el relato.

Formaron una extraña familia Adán, Eva, sus hijos y mis antepasados. De ese periodo que transcurre entre la expulsión del paraíso y la muerte de Abel, arroja luces la narración de Seleth, aquella primera serpiente, que se ha ido transmitiendo de madres a hijas. Dice así:

“La convivencia de los siete miembros de la familia sufrió cambios con el tiempo. Antes de convertirse en madre, a Eva le gustaba compartir conmigo tertulias en las que hablábamos de lo divino, de lo humano y de lo animal. Como no había mucho donde elegir, fueron el terrateniente y Adán los destinatarios de nuestras agudas conversaciones y críticas. La relación con Eva me resultaba enriquecedora. Yo la apreciaba. Eva solía ayudarme a cuidar de mis crías y a alimentarlas si era menester. Confiábamos la una en la otra, compartíamos ilusiones y sueños.

Pero cuando dio a luz a su primogénito, todo comenzó a cambiar. Eva se fue distanciando de mí, se olvidó de mis hijas, nunca tenía tiempo para conversar y acabó quejándose de que nuestras pieles ensuciaban el suelo, aunque lo que más daño me hizo fueron sus excusas para que ni yo ni mis pequeñas nos acercásemos a Caín.

Adán no me decepcionó porque nunca fui de su confianza. Lo intuí desde el principio, pero lo supe con certeza cuando una de mis pequeñas le oyó decir, en plena discusión con Eva, que la culpa de toda su desgracia, de su destierro, había sido de “esa víbora entrometida y bocazas”. Desde entonces, me cuidé muy mucho de cruzarme en su camino.

Caín era un niño muy sensible, capaz de percibir los sentimientos, buenos y malos, con bastante claridad. Estaba muy apegado a su padre y a causa de esa estrecha relación se fue contagiando de la antipatía que Adán me profesaba. Así, Caín se aficionó a pisarnos a traición a mí y a mis hijas, patearnos, tirarnos piedras, lanzarnos al aire, en fin, juegos infantiles teñidos de rencor ajeno.

Cuando nació Abel, nuestro estatus en la familia quedó relegado al de exterminadoras de roedores, insectos y pequeñas aves que nos servían de alimento. Mis conversaciones con Eva eran ya de lo más trivial y con Adán no volví a cruzar palabra alguna. Estábamos pensando en marcharnos de allí y buscar nuestro propio destino, cuando Abel dio sus primeros pasos y dijo sus primeras palabras. Nunca nos pisó, ni nos pateó, al contrario, acariciaba nuestra piel con ternura y nos hacía muchas preguntas. Creo que se sentía a gusto con nosotras, en realidad, con cualquier miembro del reino animal.

La llegada de Abel al mundo hizo que los celos marcasen la primera infancia de Caín. La estrecha relación que manteníamos con pequeño llevó al príncipe destronado a redoblar su maltrato físico hacia nosotras, alternándolo con el psicológico. Sin embargo, tan gratificante era el trato con Abel que soportamos con paciencia las palizas de Caín.

Aquellos niños se hicieron jóvenes, crecieron con demasiada rapidez, aunque nada quedó de los celos infantiles. Caín y Abel se querían con locura, se respetaban, se complementaban en todos los aspectos, hasta el punto de que, mientras uno se dedicó a cultivar la tierra, el otro se dedicó al pastoreo.

El terrateniente, de quien no habíamos vuelto a saber nada desde que nos expulsó de su paraíso, se presentó un día para requerir una ofrenda de los hijos de Adán y Eva. Ambos ofrecieron lo que tenían: Caín, el fruto de la tierra obtenido con su duro esfuerzo; Abel llevó a cabo el mayor de los sacrificios, como fue quitar la vida a uno de sus animales. Y así lo hizo, una ofrenda injusta hacia quien había obrado con injusticia con su propia creación. Nunca supe entender aquello, pero sí sé el daño que hizo al corazón de Abel, quien se consoló conmigo a lo largo de muchas noches de conversación al raso.

Tan solo había un punto de fricción entre los dos hermanos, y éramos nosotras. Para Abel, formábamos parte de la familia, merecíamos respeto y cariño. En cambio, para Caín solo éramos unas embaucadoras intrusas, cuando no descendíamos al grado de alimañas. Así, después de aquel sacrificio tan estúpido exigido por el terrateniente, Abel estaba tan susceptible con el derecho a la vida animal que, una mañana, se encaró con su hermano al ser testigo de uno de los pisotones de Caín sobre mi ya achacosa espalda.

Caín, al ver que su hermano hervía por dentro, trató de sosegarle, prometió cambiar e incluso me pidió disculpas, pero Abel estaba tan encendido que la emprendió a golpes con un Caín más fornido a base de arar, quien se limitó a parar los puñetazos. Aguantó los envites de su hermano pequeño sin rechistar, pero como la agresión no cesaba, quiso apartarle de un empujón. Por desgracia, Abel trastabilló y, al caer hacia atrás, su cabeza fue a golpearse con la mortal arista de una dura roca.

No hubo consuelo para Caín. Se marchó de allí y nunca más supimos de él. Mis hijas y yo, rotas por el dolor, sin vínculo ya que nos uniese a aquella casa, también nos marchamos para siempre”.


Con alguna corrección y, tal vez, arreglo poético, esos, y no otros, son los acontecimientos alrededor de la muerte de Abel. Caín sintió celos, como cualquier hermano, ¿quién no los ha sentido de pequeño? Pero no le asesinó. Esta historia que acabo de teclear en el ipad pasó de madres a hijas desde Seleth, la primera serpiente de mi estirpe, hasta mí y ahora mis pequeñas.

Y como quiera que acabo de saltarme unas cuantas reglas no escritas, ya metidos en harina, os contaré algo más.

Saylith, una de las hijas de Seleth, halló pareja a las afueras de Nod, en los suburbios de Enoc, la ciudad que había fundado Caín tras vagar por la tierra. Allí, Saylith fue testigo de la vida del primogénito de Adán y Eva, a quien su marca en la frente no impidió contraer varios matrimonios, de los que tuvo unos cuantos descendientes. Hasta ahí todo normal.

Sin embargo, el verdadero origen de las esposas de Caín es algo que puede alumbrar el desconocimiento que aún tenéis sobre el origen de la humanidad y aplacar tanta disputa sin sentido.

La primera esposa de Caín fue una de las muchas mujeres que el señor del jardín del edén se dedicó a esbozar y componer para olvidar a su malograda Eva, pero que, siempre disconforme con los resultados, iba poniendo al otro lado de la verja del paraíso. Fueron incontables los hombres y mujeres desterrados o, más bien, desparaisados.

Pero la segunda de las esposas de Caín venía de la rama de los homínidos que habían evolucionado desde el ancestral Proconsul hasta el Homo Sapiens Sapiens que hoy día aún trata de domesticarse a sí mismo.

¿Cómo os quedáis? Sí, efectivamente, de los hijos engendrados en los matrimonios de Caín surgen dos ramas que prueban que las teorías antagónicas sobre los orígenes de la humanidad son perfectamente compatibles: el creacionismo y el evolucionismo. Ahí es nada.

Pero hay más: la arrogancia humana os hace desbaratar asentamientos prehistóricos con demasiada ligereza, sin tener en consideración que la prueba del Carbono 14 nunca estuvo bien calibrada. Su margen de error es muy superior al que los científicos son capaces de asumir. De este modo, el Homo Sapiens Neanderthalensis, u Hombre de Neandertal, convivió con el Homo Sapiens Sapiens al menos, que yo sepa, hasta hace unos 3.000 años.

Esto viene al caso porque la nieta mayor de Caín contrajo matrimonio con un Neandertal bastante simpático, cuya familia se había integrado bien en la sociedad de Enoc, al contrario que los de su grupo, marginados que vivían de la mendicidad y las malas artes. De aquí habría surgido una tercera rama de vuestra especie.

¿Rigurosa realidad transmitida durante doscientas y pico generaciones de serpientes o una sarta de chismes familiares de dudosa comprobación?

Mis pequeñas (ya sabéis que la facultad de hablar se ha venido heredando en mi familia de madres a hijas desde Seleth) consideran que la rama creacionista y la evolucionista están ya demasiado entremezcladas para distinguirlas y que cualquier árbol genealógico perdería su pureza en apenas unas generaciones, pero están convencidas de que la rama de los Neandertales, aunque escasa, es inconfundible y muy fácil de identificar. Es más, cree mi pequeña que incluso tienen tendencia a permanecer unidos estos Neandertales coetáneos, y señala como prueba irrefutable de ello las limitaciones mentales de George Bush, José María Aznar y Tony Blair, y la sospechosa amistad que les une.

Pero no hagáis demasiado caso de mi hijas, son jóvenes e irreflexivas. Eso sí, tampoco las consideréis inferiores, precisamente vosotros, los humanos, a quien tan bien conocemos y que tardáis un año largo en aprender a caminar, mientras que mis pequeñas ya reptaban alegremente por cualquier rincón de este terrario apenas unos minutos después de venir al mundo.




Juan Moyano Tórtola, marzo de 2013 
Taller de escritura.

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