Guau.
Otro guau. Más guaus seguidos, una retahíla de guaus
ahogados, lejanos, constantes. Ese perro debe de inspirar por las orejas, no
puedo creerme que le entre aire en los pulmones cuando lleva toda la noche
exhalando guaus, uno detrás de otro, sin descanso.
Lejos está, que
así permanezca. Pobres dueños, pobres vecinos de al lado, apenas a unos metros
de este perro distribuidor de guaus nocturnos, incansable ladrador que,
si los refranes son ciertos, no morderá ni su propia comida.
Acabarán
entrando los ladrones en la casa que guarda este perro, anunciador de lobos que
nunca llegan, inútil su labor, como una alarma de incendios que salta cada día
a la misma hora y a la que nadie hace caso. ¿He dicho pobres dueños? Generoso
fui en tal calificativo, ya podrían buscar un veterinario que le ponga una
inyección para castrarle las cuerdas vocales, si es que los perros las tienen,
pues serán el mejor amigo del hombre, pero debe ser de otro hombre, por lo que
a mí respecta, poco amigo soy de los perros. Y cada noche, desde que estamos
lejos de la ciudad, menos aún.
Ñiiiii.
Otro ñiiiiii. Entre ambos vuelos rasantes cerca de mi cabeza, visitas a
mi hombro, tobillo, brazo, espalda. Los mosquitos son especialistas en posarse
en las partes del cuerpo más difíciles de defender, y tienen una habilidad
innata para chupar la sangre en el punto exacto donde el brazo no le alcanza a
uno para rascarse con la fruición que requiere ese picor tan detestable como lo
es el sonido de sus motores, ese ñiiiii nocturno que hace saltar de
nuevo a escena al puñetero perro de los guaus, cuando ya el sueño había
silenciado su monserga canina.
Plic.
Otro plic. Legiones de plics, como cohortes romanas desfilando,
uno tras otro, sin detenerse, dando vueltas al foro en óvalos viciosos, o
cuadrados, o círculos, da igual, escudo en mano, estiradas las piernas, el paso firme, plic, plic. Me
tocará levantarme a apretar la llave del grifo y disolver el absurdo desfile de
gotas, que hoy son plics gracias al vaso que dejé sin lavar, y que ayer
fueron plocs contra el aluminio de la pila.
Tic tac. Otro tic tac. No son dos, es
uno, un tic tac. Dos segundos gemelos con sonidos diferentes, tal vez sean
siameses genéticamente singulares. Tic tac, distinta vocal para distinta
música. No es tic tic, tampoco tac tac, aunque yo me empeñe en
ello, aunque ordene a mis neuronas de guardia que unan sus fuerzas en esa
tarea, todos los guaus, todos los ñiiii, todos los plic
suenan igual, pero los tic no quieren ser tac, y viceversa. No
hay inyecciones contra el transcurrir del tiempo, ni manotazos que lo aplasten,
ni nada que apretar para silenciarlo, acaso los dientes, o la memoria que lo
resucite cuando queramos llorarlo.
Y los
pensamientos, ¿cómo suenan los pensamientos? Escribió Saramago en uno de sus
libros que “con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos
presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde,
manifiestan lo malvados que son”. Añade a eso la nocturnidad, que ante la
justicia es agravante de delitos, y nos queda el peor de los sonidos.
Mientras, los
trenes noctámbulos que pasan cargados de contenedores, de hierros, de coches
sin matrícula, de viajeros dormidos, trenes que ruedan arañando los raíles con
rabia, azotando las persianas con la fuerza de un vendaval, orgullosos del
estruendo que provocan, esos trenes, a
dos metros de mi almohada, son música celestial.
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