Setenta y
cinco años parecen muchos, casi una eternidad. Son tres cuartos de siglo,
medida de tiempo más apta para calibrar imperios que una vida humana. Siete
décadas y media. Quince lustros. Unos veintisiete mil trescientos noventa y
tres días, más o menos, si el reparto de bisiestos lo permite.
Tan
desmesurada cantidad de tiempo habrá menguado hoy, hasta casi desvanecerse, en
la memoria de Luis, memoria viva, memoria que habla sin premura, con la calma
de quien anduvo entre las llamas del infierno de Guernica, hace ya tanto tiempo
que parece fue ayer.
Era
también un abril cuando conocí a Luis, en 2008, en Bilbao, en su tierra, en
nuestra exposición. Me lo presentó mi siempre querida María con esa llaneza tan
suya. Y hablamos de lo humano, como la sinrazón humana, la bondad humana, la
crueldad humana, la solidaridad humana, porque así de confuso es lo humano.
Pero no hablamos de lo divino, tal vez porque no habían sido invitadas las
divinidades a aquella sala del Palacio Euskalduna por haberse ausentado de
Guernica hace tanto tiempo que parece fue ayer, ni estuvieron en Madrid hace
ocho años, un mes y quince días, y parece que ha sido este mismo amanecer.
Tal vez
los dioses no sean tan omnipresentes como afirman sus hagiógrafos y en Guernica
salieron huyendo con el sonido de los primeros aviones alemanes, sin que ni la
magnanimidad divina les animase a empuñar su omnipotencia para evitar el
bombardeo, o ni siquiera la más morbosa curiosidad les hicieran volver la
mirada hacia las cenizas de un pueblo arrasado.
Y tal vez
tampoco estaban en mi barrio aquel jueves. Puede que las bombas, vengan por
tren o por avión, asusten a los dioses.
Volví a
ver a Luis en una cena, en Madrid, aunque en esta ocasión, aun siendo menos
personas, apenas pudimos hablar.
Hoy será
día de recuerdo histórico, político, bélico, periodístico, social, humano en el
más global de sus significados. Para Luis es otro día más de recuerdo personal,
de revivir el día que marcó su infancia y el devenir de su vida, de un dolor
que ni el paso del tiempo, ni las disculpas presidenciales, lograrán borrar de
su memoria.
Confío en que el abrazo que
ahora trato de hilvanar, aunque no sea tangible como el de Bilbao, le ofrezca a
Luis Iriondo, superviviente del bombardeo de Guernica, hoy hace setenta y cinco
años, una pequeña tregua.
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