Hoy, 1 de
diciembre de 2011, a
una hora que tampoco importa mucho, pero que la podríamos situar entre la
merienda y la cena, mi hijo mayor se ha afeitado por primera vez.
Y digo bien, se
ha afeitado, porque en otras ocasiones se deshizo del incipiente pelaje del
rostro a costa de sus progenitores, ocasionales barberos que nos afanábamos en
dejarle la cara tal y como la añoramos, suave y limpia, inocente y lisa.
Varios días me
anduvo buscando, cuchilla en mano como quien dice, para que le dedicase unos
minutos a enseñarle cómo rasurar la perilla sin desangrarse, cómo afeitarse las
patillas sin acabar pareciendo un digno bisnieto de Van Gogh.
Y varios días
anduve yo dándole largas, rehuyendo encontrarme con él, buscando quehaceres de
cualquier índole para amarrarle a la infancia un poquito más, si acaso unos
pocos días.
Tengo
conciencia remota de que el paso de la infancia a la edad adulta venia marcado,
cuando yo andaba cruzando esas lindes, por el día en el que dábamos buena
cuenta de la pelusa que nos aparecía en la cara sin llegar a ser pelo,
haciéndonos sentir en tierra de nadie, a mitad de camino entre niños y hombres.
Entonces hubiera jurado que ese tránsito evolutivo llamado adolescencia no iba
más allá del tiempo que durara el primer afeitado.
Cuando me animé
a afeitarme por primera vez aún conservaba en casa una brocha de mi padre para
extender la espuma por la cara, y una maquinilla que cortaba como los demonios,
con un espacio para colocar la hoja que permitía utilizarla por ambos lados,
con un cuidado infinito si no quería rebanarme hasta la sonrisa.
Aquella
experiencia coincidió en el tiempo con un desdichado mal cuyo empeño en horadar
las caras de los adolescentes provoca tantos sufrimientos e inseguridades. El
acné se fue apoderando de mi piel poco a poco, señalándome por fuera y
amargándome por dentro. Pero aquella primera tarde de cara espumada, la
cuchilla aún no sabía que su misión no se iba a limitar a salvar tres o cuatro
espinillas, sino que terminaría por ir buscando huecos entre decenas de ellas,
tratando de afeitar los valles de la cara sin cercenar las cordilleras de
granos que la recorrían desde la barbilla hasta donde la frente deja de serlo.
Mi hijo y yo
recibimos el mismo consejo a la misma edad, él de su padre aquí presente, yo
del cura que vigilaba los dormitorios del colegio interno. El consejo, “no
tengas prisa por crecer”, tenía distintos matices en cada caso. Tal vez la
distancia generacional sea la misma, pero las motivaciones difieren: a mí me lo
dijeron porque los afeitados alargaban las labores de aseo personal y, siendo
muchos más alumnos que lavabos, llegábamos tarde al desayuno y a clase; a mi
hijo se lo dije para demorar el momento en que dejaré de saberlo todo y
empezaré a no saber de qué estoy hablando, el día en que perderé el título de
referente en favor de cualquier desaprensivo o desaprensiva.
En el mueble del lavabo, mi maquinilla comparte cajón con la de mi hijo,
a la espera de cumplir con la tarea para la que fueron adquiridas, una cada dos
días, la otra cada quince. Tal vez, una mañana cualquiera, nos encontremos
mirándonos a través del espejo, ambos con la barbilla levantada y la cara
embadurnada de espuma blanca. Será como asomarse a una ventana que da al mismo
lugar, treinta y tantos años hacia atrás, treinta y tantos años hacia delante,
según del lado desde el que cada uno miramos.
Esa infancia de la que hablas, que desaparece cuando llega la adolescencia por mucho que queramos mantenerla, nos resulta tan difícil como cuando nos estamos lavando las manos con una pastilla de jabón y con ellas llenas de espuma, intentamos mantenerla entre ellas sin éxito alguno, llegando a escapársenos hasta en varias ocasiones . Que difícil debe ser conseguir que NO llegue a olvidarse de su infancia.
ResponderEliminarUn gran admirador.