"Con los pensamientos todo cuidado es poco, algunos se nos presentan con un aire de inocencia hipócrita y luego, pero ya demasiado tarde, manifiestan lo malvados que son." José Saramago

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viernes, 20 de enero de 2012

INFELIZ LÓGICA LA DEL INSOMNE #3


Hoy, 1 de diciembre de 2011, a una hora que tampoco importa mucho, pero que la podríamos situar entre la merienda y la cena, mi hijo mayor se ha afeitado por primera vez.

Y digo bien, se ha afeitado, porque en otras ocasiones se deshizo del incipiente pelaje del rostro a costa de sus progenitores, ocasionales barberos que nos afanábamos en dejarle la cara tal y como la añoramos, suave y limpia, inocente y lisa.

Varios días me anduvo buscando, cuchilla en mano como quien dice, para que le dedicase unos minutos a enseñarle cómo rasurar la perilla sin desangrarse, cómo afeitarse las patillas sin acabar pareciendo un digno bisnieto de Van Gogh.

Y varios días anduve yo dándole largas, rehuyendo encontrarme con él, buscando quehaceres de cualquier índole para amarrarle a la infancia un poquito más, si acaso unos pocos días.


Tengo conciencia remota de que el paso de la infancia a la edad adulta venia marcado, cuando yo andaba cruzando esas lindes, por el día en el que dábamos buena cuenta de la pelusa que nos aparecía en la cara sin llegar a ser pelo, haciéndonos sentir en tierra de nadie, a mitad de camino entre niños y hombres. Entonces hubiera jurado que ese tránsito evolutivo llamado adolescencia no iba más allá del tiempo que durara el primer afeitado.

Cuando me animé a afeitarme por primera vez aún conservaba en casa una brocha de mi padre para extender la espuma por la cara, y una maquinilla que cortaba como los demonios, con un espacio para colocar la hoja que permitía utilizarla por ambos lados, con un cuidado infinito si no quería rebanarme hasta la sonrisa.

Aquella experiencia coincidió en el tiempo con un desdichado mal cuyo empeño en horadar las caras de los adolescentes provoca tantos sufrimientos e inseguridades. El acné se fue apoderando de mi piel poco a poco, señalándome por fuera y amargándome por dentro. Pero aquella primera tarde de cara espumada, la cuchilla aún no sabía que su misión no se iba a limitar a salvar tres o cuatro espinillas, sino que terminaría por ir buscando huecos entre decenas de ellas, tratando de afeitar los valles de la cara sin cercenar las cordilleras de granos que la recorrían desde la barbilla hasta donde la frente deja de serlo.

Mi hijo y yo recibimos el mismo consejo a la misma edad, él de su padre aquí presente, yo del cura que vigilaba los dormitorios del colegio interno. El consejo, “no tengas prisa por crecer”, tenía distintos matices en cada caso. Tal vez la distancia generacional sea la misma, pero las motivaciones difieren: a mí me lo dijeron porque los afeitados alargaban las labores de aseo personal y, siendo muchos más alumnos que lavabos, llegábamos tarde al desayuno y a clase; a mi hijo se lo dije para demorar el momento en que dejaré de saberlo todo y empezaré a no saber de qué estoy hablando, el día en que perderé el título de referente en favor de cualquier desaprensivo o desaprensiva.

En el mueble del lavabo, mi maquinilla comparte cajón con la de mi hijo, a la espera de cumplir con la tarea para la que fueron adquiridas, una cada dos días, la otra cada quince. Tal vez, una mañana cualquiera, nos encontremos mirándonos a través del espejo, ambos con la barbilla levantada y la cara embadurnada de espuma blanca. Será como asomarse a una ventana que da al mismo lugar, treinta y tantos años hacia atrás, treinta y tantos años hacia delante, según del lado desde el que cada uno miramos.

1 comentario:

  1. Esa infancia de la que hablas, que desaparece cuando llega la adolescencia por mucho que queramos mantenerla, nos resulta tan difícil como cuando nos estamos lavando las manos con una pastilla de jabón y con ellas llenas de espuma, intentamos mantenerla entre ellas sin éxito alguno, llegando a escapársenos hasta en varias ocasiones . Que difícil debe ser conseguir que NO llegue a olvidarse de su infancia.

    Un gran admirador.

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