Llevo buena parte de la noche pensando en bajarles la nota de solvencia a mis hijos. Hasta ayer he creído sus promesas, las que siempre hacen tras una charla unidireccional, de esas que surgen cuando consideramos que no se comportan como deben.
Le di muchas vueltas a la almohada, tratando de adivinar el motivo de que mis esfuerzos no produzcan los frutos deseados. Pensé en ellos de forma individual, como dos seres severamente distintos, dos niños de caracteres, si no contrapuestos, bastante diferentes.
A uno le puede la desidia ante los libros, habita en su mundo de fantasía, es conformista, tímido, prudente, tranquilo, desordenado, cariñoso; el otro es sistemático en sus estudios, curioso, intrépido, honesto, inquieto, un sinvergüenza con mucha gracia.
A uno le mandábamos a la “baldosa de pensar” cuando tenía un par de años, como castigo por algo, y allí permanecía, lloroso, hasta que le perdonábamos; el otro, tan pronto nos dábamos la vuelta, andaba por medio del salón, dando saltos y riendo.
A uno hay que urgirle para todo, “¡date prisa, vamos!”, que la calma le puede; el otro es quien nos mete prisa a nosotros, quiere llegar puntual a todos sitios, ya sea una fiesta o a pincharse una vacuna.
A uno todo le parece bien, protesta lo indispensable, asume sus actos y casi siempre recapacita antes de hablar; el otro replica a Dios y a su madre, tiene la lengua más rápida del oeste y no soporta que se le regañe.
Les hemos dado a los dos la misma educación, respetado los mismos derechos, exigido las mismas obligaciones, ofrecido el mismo amor. Les preparamos para la frustración, por eso les hice del Atleti; les infundimos el compromiso y la generosidad, dando ejemplo, (¿de qué otro modo, si no?); en definitiva, somos justos con ellos, equitativos en su educación, les damos lo mismo. Les educamos igual.
La almohada me acaba de pellizcar la conciencia.
Ahora caigo en que, posiblemente, qué digo, casi con toda seguridad, ser justo con los hijos es darle a cada uno lo que necesita. Tal vez uno necesite que le refuerce el sentido de la responsabilidad, y otro necesita un margen bastante más amplio de paciencia con sus desafueros; uno precisa más premios que otro; uno requiere más atención que otro; y así, hasta que se me borraran las huellas dactilares escribiendo.
Son las tantas de la madrugada. En cuanto amanezca, voy a rebajar mi nota de solvencia hasta un par de escalones por encima del “padre basura”.
Bajar la nota de solvencia a tú hijo: 2.000€
ResponderEliminarPasar de una calificación tripe (AAA) a (BBB): 4.000€
Tener un padre como el que ellos tienen no tiene precio.