Dedicado a mi Alba, que sin haber cumplido aún los doce años es un ejemplo de bondad y dulzura. Ella me dio la pauta del personaje, que no de su historia, pues, al contrario que la del cuento, mi Alba vive abrigada por el amor de sus padres, de su hermana y de quienes no podemos dejar de quererla.
Alba quería cambiar el mundo. Siempre había querido dar un vuelco a las cosas, agitar el planeta como si fuera una de esos regalos que a su abuela le gustaba coleccionar, con pequeños monumentos, el nombre de la ciudad y los copos de nieve flotando hasta que se volvían a depositar en el fondo.
Cada tarde en casa de la abuela se iniciaba con una rápida carrera hacia el mueble del salón, ocupando con su inmensa presencia toda la pared y repleto de esas semiesferas con las figuras, colores y nombres más variados: Roma, París, Viena, Segovia, daba igual, cualquier ciudad podía ser agitada durante unos segundos por la enérgica mano de Alba. Sin embargo, tras ese primer instante en el que apenas se podía intuir el nombre o el monumento, todo regresaba a su estado inicial. Cada uno de los copos quedaba sumido otra eternidad a los pies de la Cibeles o Notre-Dame.
Mientras era incapaz de mantener en movimiento las pizcas blancas que simulaban nieve dentro de una pequeña bola transparente rellena de agua, una infantil rabia anegaba sus ojos y se derramaba por las sonrosadas mejillas de Alba. Era el llanto de una niña de cinco años enmudeciendo un grito de paz.
Algunas noches ocurría aquello que le asustaba. En la oscuridad de su cuarto, las voces hacían embutir a Alba la cabeza bajo las sábanas, hasta que sólo asomaba un mechón de su negro pelo. A veces se oían golpes, como si las puertas cobraran vida y se cerrasen adrede una tras otra, con estrépito, incluso parecían quebrarse en miles de astillas. Esas horribles noches se hacían eternas, tan sólo quedaba esperar al silencio o a que el sol inundase de luz su pequeña habitación cuanto antes.
María, la madre de Alba, dibujaba amargas sonrisas tras aquellas agitadas peleas conyugales. Papá no se molestaba en disimular. Con fingida mueca e indiferencia, pretendían hacer creer a su hija que nada malo ocurría, que en verdad eran las puertas de la casa quienes regañaban. La falta de brillo en los ojos de María revelaba desdicha, un sentimiento que era tan palpable como la frialdad que papá y mamá mostraban al evitar mirarse.
Aquellos días tras las noches de golpes era en los que Alba lloraba en casa de la abuela, mientras trataba de poner patas arriba alguna ciudad europea, anhelando llevarse a su casa un soplo de la paz que respiraba en el siempre luminoso comedor donde merendaba tras salir del colegio. Su abuela esperaba cada tarde en la puerta, sonriente, esquivando las carreras de sus compañeros hacia los columpios, tomando su mano con delicadeza para caminar, sin prisas, el largo trayecto hasta la casa donde la anciana vivía. Cada palabra de la abuela emanaba dulzura y carecía de ese tono cargado de doctrina con que los padres hablan a sus hijos. Las tardes llenaban a Alba de alegría, de chocolate y de paz. Tan sólo algunas se tornaban de color gris, aquellas que seguían a una noche en la que el sueño había huido de casa y, asustada, la niña urgía con ruegos al amanecer para que diera por concluido el concierto de puertas.
Desde entonces lleva Alba buscando la paz, y mientras buscaba, fue creciendo.
En su adolescencia desarrolló un sentido de la justicia que llegaba a ser insoportable ante cualquier muestra de violencia, en especial cuando provenía de quien explotaba cualquier clase de superioridad, física o jerárquica. Ante una salida de tono que pudiese catalogar de violencia verbal, Alba solía salir en defensa de quien consideraba más débil, terciaba en las peleas de patio tratando de inyectar cordura entre puñetazos y patadas de los contrincantes, y se encaraba con los profesores que elevaban el tono por encima de lo conveniente o ridiculizaban a algún compañero. Excéntrica abogada de pobres, así era conocida Alba en el instituto.
Cierto día, el profesor de Química abofeteó a Luis, un desaliñado y engreído alumno que gustaba de hacer payasadas en clase para resaltar en algo distinto a su incapacidad para aprenderse la tabla periódica.
La gracia que sacó de sus casillas al docente fue vespertina —momento en que la sangre de Luis aún andaba por su estómago dejando al cerebro aún más abandonado que de costumbre— y burda. Esa tarde tiró la tiza contra el encerado mientras el señor Gamero declamaba en torno a las grandezas del Hidrógeno, justo en el momento en que giró la cabeza, bien para enfatizar su explicación o bien porque desconfiaba del estado de consciencia de sus alumnos, recibiendo de lleno la tiza justo en la ceja izquierda.
Todos miraron a Alba mientras el sonido del guantazo aún resonaba en el aula, esperando su reacción intercesora. Pero en esta ocasión no la hubo. La letrada de la defensa salió de clase sin saber quién era su cliente, aturdida como cuando ponían en televisión imágenes de manifestaciones, tiroteos, guerras, conflictos donde ella no veía más que agresores.
A los 20 años, arrastrada por el activo torrente renovador universitario y en su persistente búsqueda de la paz, se unió a un movimiento pacifista que denunciaba los intereses económicos como los motivos ocultos que movían a las grandes potencias a envilecer el mundo con guerras en países lejanos y pobres, los cuales luego había que volver poner en pie, tras derruirlos por completo.
El programa de esa asociación de impronunciables siglas era demasiado teórico para una chica como Alba, que ambicionaba resultados perceptibles y reales en su anhelo de paz. Buscaba liquidar todos los conflictos por medio de la tolerancia, el respeto, el diálogo, y aunque estaba convencida de que esos valores eran individuales y jamás podrían ser asumidos por un gobierno o, menos aún, un país, siguió aportando su granito de arena junto a sus compañeros, actuando siempre como la voz sensata que doblegaba las ideas peregrinas de quienes malinterpretaban el significado de “luchar” por la paz.
Fue allí donde conoció a Jorge, un asturiano dos años mayor, de viva inteligencia y hablar pausado, aptitudes que le impedían plasmar en palabras todos sus pensamientos por falta de tiempo y de paciencia de quien le escuchara. Quizá fue el compartido ideal de paz, su mirada triste o esa calma que le transmitía, mientras pronunciaba las palabras casi a empujones, lo que enamoró a Alba.
Jorge, por su parte, babeaba literalmente cuando, la que seis años después accedió a casarse con él, le miraba con aquellos ojos cuyos matices de color cambiaban de la miel a la avellana en función de la luz y el estado de ánimo. Y, además, le escuchaba paciente, algo insólito para quien estaba acostumbrado a aburrir a la audiencia.
Compaginaron el matrimonio, las reuniones de la asociación en busca de la paz y los libros que Jorge rumiaba para superar una oposición, que Alba había sacado un par de años antes sin apenas esfuerzo. Como profesora en un colegio de primaria, Alba podía ejercitar su innata paciencia con sus alumnos y le permitía disponer de largas vacaciones y mucho tiempo libre, el mismo que a Jorge le escamoteaba un mal repartido horario laboral en el negocio de sus padres.
Era el momento adecuado, pensaron, de tener hijos, y calcularon un año para que Jorge pudiera sacar su oposición en el Ministerio de Justicia y disponer ambos del tiempo que Alba quería dedicasen a su hija, pues tenía decidido que fuese niña. Once meses después, asomó sus pequeños pies por este mundo Clara, y digo bien, porque nació de pie, atisbando el exterior con diez minúsculos dedos, como quien mide la temperatura del agua de la piscina antes de lanzarse de cabeza.
Alba deseaba dar un hermano a Clara, pues quería regalar a su hija lo que siempre había deseado de niña, alguien con quien compartir risas, dulces, juegos, y también miedos. Pronto llegó Oscar, demasiado rubio, decía su bisabuela, presagiando todo un carácter dentro de aquel diminuto cuerpo.
Lejos de cumplir los planes, Jorge prosiguió trabajando con sus padres y renunció a la plaza obtenida en el Ministerio. Su horario no había cambiado, pero la bonanza económica cebó la cuenta corriente de la pareja e hizo que Jorge descuidara a su mujer y a sus hijos, deslumbrado por el brillo del euro y mordido por los estúpidos celos que algunos padres sienten cuando llegan a serlo, pasajeros las más de las veces, aunque no en este caso.
Pasados tres años, Jorge no había ganado velocidad verbal, pero hablaba con brusquedad a Alba, sin apenas un atisbo del respeto que en su día prometió ante el juez. Clara y Óscar eran para él dos estorbos de los que no se ocupaba en absoluto.
Pronosticando Alba los primeros acordes de un cuarteto de puertas, antepuso la estabilidad emocional de sus hijos a la estabilidad de un matrimonio agrietado. Antepuso la paz a la confrontación y al ruido de las discusiones. Preservó el derecho de Clara y Óscar a dormir sin sobresaltos, a crecer en un hogar cálido y de sonrisas sinceras.
Jorge no se esforzó en mantener vivos los rescoldos del amor por Alba, que un día fueron placentera lumbre en su corazón, ni tampoco peleó en las negociaciones económicas, pues andaba más que sobrado. Lo que entristeció a Alba fue que Jorge ni siquiera mencionase la cuestión de las visitas a sus hijos. No demostró el más mínimo interés.
Clara era inteligente y de carácter apacible, mientras Óscar desplegaba su inquieta curiosidad por todos los rincones de la casa. Crecieron demasiado rápido, acunando sus noches la paz de un hogar sin puertas, endulzando las tardes con el chocolate y la amable voz de la misma abuela de quien Alba recibió el sosiego, el respeto, el cariño y la sabiduría que le negaron sus padres.
Nuevas lágrimas sazonadas de recuerdos surcaban su madurez, mientras sostenía en las manos la puerta de Brandenburgo bajo la falsa nieve. Ya no había desazón en el llanto de Alba, simplemente añoraba a su abuela, quien había abrigado su corazón de niña, y ahora padecía el frío de su ausencia.
El deseo de paz de Alba, de cambiar el mundo, se ceñía a su hogar, todo un universo en la infancia. Era un deseo conquistado al vaivén de la mecedora de la abuela, cuyo amparo pasó a ser definitivo para Alba el día de su décimo cumpleaños, lejos para siempre de la casa de las estridentes puertas. Después, con la obstinación de las agitadas hormonas en la pubertad y la amplitud de miras a que lleva la juventud más tardía, la paz pasó a ser una recompensa que deseaba compartir con quienes no la disfrutaban, con buena parte del mundo, haciendo de ella una mujer en lucha por algo más, con un afán que aún latía en su interior sin la premura de la niñez, con la serenidad de los cuarenta pasados de largo.
Volviendo la mirada hacia el pasado, reflexionaba ahora acerca de tres preguntas que deambulaban por su cabeza: si había elegido la senda adecuada, hasta dónde alcanzaba su reparto de paz por el mundo y si el esfuerzo merecía la pena.
La primera respuesta era afirmativa, pues Alba representaba a las personas como un jardín de sentimientos que, a lo largo de la vida, van creciendo o enquistándose. El cariño, el respeto, la comprensión, la generosidad, el perdón, el amor, todos ellos deben ser regados durante la infancia por los adultos responsables de cada nueva criatura que llega al mundo, han de ser abonados para que crezcan y cuidados con esmero para que florezcan en todo su esplendor hasta que se asienten y pasen a manos de sus portadores.
Junto a estos sentimientos, también brotan la ira, la envidia, la violencia, el desprecio, el egoísmo, la intolerancia, de cuyos agrios tallos surgen actitudes espinosas. Cuando estas plantas no van siendo cortadas, permitiendo que proliferen en el alma, arrebatan el sustento a las primeras y gestan las conductas humanas más alejadas de la paz.
Si en la infancia no se cortan las malas hierbas y se descuidan las flores, el tiempo y el devenir de la vida acaban por conformar en las personas áridos jardines, grises y yermos, incapaces ya de aprovechar el agua o los esmeros de quien se avenga a cuidarlos, marchitos por la desidia.
Toda esta visión alegórica de los sentimientos humanos podría parecer casi religiosa: el bien y el mal dentro de cada persona, proliferando uno sobre otro. Pero nada más alejado de la agnóstica Alba.
Sí, la primera respuesta era sí, había iniciado el camino empezando por ella misma y, tras los fracasos cosechados, incluido el matrimonio, la experiencia había hecho que se centrase en Clara, Óscar y sus alumnos, difundiendo entre ellos la semilla de conductas como el respeto, el diálogo y la tolerancia, que siempre llevan a la paz.
En cuanto a la segunda pregunta, no podía saber aún a qué altura llegarían las ramas de cuanto estaba sembrando, pero tenía la certeza de que era posible lograr la paz llevando a cabo una construcción lógica, desde la base hacia arriba, sin pretender poner las tejas antes que los cimientos. Todo ello sin desmerecer la tenacidad y el valor de quienes luchan por una paz más inmediata.
Inabordable tratar de acabar con la violencia, con las guerras, con el hambre que provoca la desigualdad. No resulta nada alentador que una organización de países envíe soldados armados en misión de paz; ni que la respuesta contra un gobierno beligerante sea bombardear a quienes habitan el país; ni que manifestantes lancen piedras contra policías porque no les dejan expresar su pacifismo; ni que ideas religiosas alienten a sus fieles por el camino del terrorismo. No tenía Alba acceso a las mentes de los gobernantes, pero sí el amor de sus hijos y el cariño de sus alumnos, y ellos se encargarían de extender la semilla, haciendo llegar muy lejos sus futuras ramas a partir de esos remansos de paz en que había convertido su hogar y su clase.
La tercera respuesta es: por supuesto que merece la pena el esfuerzo. Pocos deseos como la paz son tan universales y, al tiempo, tan escasamente practicados. Pero Alba sentía en su interior la fuerza de la razón, empujándola cada mañana de la cama con el firme propósito de seguir contribuyendo a la paz, de seguir demostrando el principio de que “todo conflicto que se sumerge en un diálogo genera una reacción conciliadora”. En caso de no hacerse así, se obtiene una reacción siempre desmesurada que genera violencia, que a su vez engendra otra larva de ira y venganza que repta como una serpiente por el corazón de las personas, inoculando ese veneno que envilece y se instala bajo las gorras de bandas urbanas, bajo la pistola de terroristas, bajo las barbas de guerrilleros míticos. Ese veneno, a veces, se transmite tan sólo con la mirada. Claro que merece la pena el envite.
Si el concepto de paz de Alba se extendiera junto a su tesón por llevarlo a la práctica, las ramas llegarían a crear un tupido bosque de frondosos árboles, algunos de los cuales podrían alcanzar las cumbres donde se dilucida el futuro de las personas, de los países, aportando sensatez a los gobiernos.
Y si Alba hubiese nacido hace siglos, la condición humana sería la misma, pero se habrían evitado muchas peleas de patio, discusiones, altercados, agresiones, abusos, mujeres asesinadas, niños maltratados o empuñando armas en la guerra y, quién sabe, si muchas lágrimas de marzo.
El empeño de Alba podría ser el inicio de algo nuevo, pues no en vano tiene nombre de amanecer.
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